La era Merkel tiene fecha de caducidad: otoño de 2021. La Canciller alemana ya dijo que esta será su última legislatura. Si agota su actual mandato –algo que hoy no muchos se atreven a predecir, debido a la debilidad de la Gran Coalición que encabeza–, Merkel habrá estado al frente del Gobierno federal alemán un total de 16 años, tantos como su padre político, el gigante democristiano Helmut Kohl.
La era Merkel ya ha comenzado, por tanto, a apagarse lentamente.
“La pragmática del poder”, como la describía recientemente una crónica del diario conservador alemán Frankfurter Allgemeiner Zeitung durante su última visita a China, ha pilotado con luces y sombras un poder regional como Alemania, con un gran peso económico en el mundo, pero con una influencia política muy limitada más allá de las fronteras de la Unión Europea.
Es hora de hacer repaso del liderazgo merkeliano, que, guste más o menos, pasará a la historia del siglo XXI. Comencemos por los aspectos positivos:
La responsabilidad histórica ante la llamada “crisis de refugiados”: el reciente docudrama de la televisión pública alemana ZDF Horas decisivas: Merkel y los refugiados califica los primeros días de septiembre de 2015 como un punto de inflexión en la carrera política de la canciller. Miles de refugiados procedentes fundamentalmente de Oriente Medio comenzaron entonces una marcha a pie desde Hungría hacia Alemania; la “marcha de la esperanza”, como la bautizaron los mismos refugiados, dejó imágenes que impactaron con fuerza en la opinión pública alemana.
En una reconstrucción de aquellos días de tensión política que combina hechos contrastados con ficción, el filme muestra a una Merkel que oscila entre la consciencia de que se encuentra ante una decisión de calado histórico y el cálculo político para amortiguar al máximo el desgaste electoral que iba a traer consigo la decisión de no cerrar las fronteras a los refugiados.
Alemania recibió alrededor de un millón de personas peticionarias de asilo. Un cierre de las fronteras habría generado muy probablemente un caos en Europa oriental y en la ruta de los Balcanes, donde entre los países todavía rige un frágil equilibrio generado por las heridas no cicatrizadas de la guerra de Yugoslavia. Si Merkel hubiese cedido a la presión y cerrado las fronteras, habríamos muy probablemente sido testigos de escenas de represión (aún más duras) con quién sabe cuántos muertos.
“Con toda honestidad tengo que decir que si ahora tenemos que comenzar a disculparnos porque mostramos una cara amable en situaciones de emergencia, entonces este ya no es mi país”. Esto lo dijo Merkel durante una rueda de prensa en 2015 junto al entonces canciller austríaco, el socialdemócrata Werner Faymann, otra figura clave para entender lo ocurrido aquellos días. Merkel se enfrentaba sin reservas a aquellas voces que la calificaban de “traidora de la patria” y de “canciller anticonstitucional”, y que posteriormente alimentaron a la joven ultraderecha de Alternativa para Alemania (AfD), hoy tercera fuerza del Bundestag.
Merkel ha pagado un indudable precio por aquella decisión y llega al tramo final de su carrera política más debilitada que nunca. Aunque también convendría analizar el papel que jugó la Canciller en el controvertido acuerdo entre la Unión Europea y Turquía para frenar la llegada de refugiados a Europa, a estas alturas está bastante claro que su impopular decisión de acoger a los refugiados evitó males mayores.
Aquella decisión fue, además, consecuente con la propia biografía personal de Merkel, exciudadana de la socialista República Democrática Alemana (RDA), un país ya desaparecido y cuyo hundimiento expulsó a miles de refugiados a finales de los 80 del siglo pasado.
Talante negociador en un mundo cargado de testosterona: Merkel no lo ha tenido fácil para abrirse camino en la política alemana; su condición de mujer y de alemana oriental no le granjearon precisamente apoyos dentro de su propio partido, la conservadora Unión Cristiano Demócrata (CDU). En una esfera política dominada demasiado a menudo por la testosterona, ella ha mostrado un tono más reposado y un talante negociador abierto a pactos con actores políticos con los que era sumamente complicado llegar a compromisos. La Canciller alemana ha intentado, en definitiva, evitar el juego de suma cero a la hora de hacer política.
El antecesor de Merkel en la cancillería, el socialdemócrata Gerhard Schröder, fue todo un macho alfa de la política alemana y europea; en la memoria de muchos periodistas todavía están vivas las imágenes de un Schröder derrotado en las urnas en las elecciones federales de 2015, pero que se mostraba condescendiente y paternalista con la que iba a ser su sucesora en el cargo, una risueña Angela Merkel.
Pese a los augurios de Schröder, que aseguró que Merkel no sería canciller con los votos socialdemócratas, la líder democristiana acabó formando su primer gobierno de Gran Coalición después de aquellas elecciones de 2005. Schröder era historia. Su fin daba paso a un liderazgo menos estridente, más dialogante y también más aburrido. Sin grandes aspavientos, Merkel ha sabido tejer mayorías parlamentarias en situaciones complicadas.
Schröder nunca más volvió a la política, pero el mundo de 2019 sigue estando cargado de liderazgos guiados por la testosterona. Frente a presidentes de potencias globales como Donald Trump, Vladímir Putin, Jair Bolsonaro o Boris Johnson, Merkel evita alzar el tono y sigue apostando por un pragmatismo pactista en la arena internacional. Algunos de sus adversarios políticos dentro de Alemania incluso reconocen que ese será un valor que echarán de menos cuando Merkel diga definitivamente adiós a la vida política.
Centrismo de la CDU: “No tenemos por qué asumir todas las posiciones que los socialdemócratas consideren correctas”. Estas palabras de Friedrich Merz, uno de los candidatos que se presentaron a las primarias para suceder a Merkel en la presidencia de la CDU, representan al ala más conservadora del partido democristiano. Merz, que finalmente perdió ante Annegret Kramp-Karrenbauer al igual que lo hizo ante Merkel cuando Kohl se retiró de la vida política, verbalizó con su candidatura una crítica que hace tiempo que cunde entre las filas del partido conservador: que Merkel ha girado demasiado hacia a la izquierda o, al menos, hacia el centro del tablero político.
La canciller “pragmática” ha asumido efectivamente ciertas batallas del centroizquierda, no en lo económico, pero sí en cuanto a las libertades civiles y el medio ambiente. Con la catástrofe de Fukushima, Merkel decidió abandonar definitivamente la energía nuclear de cara a 2022 para apostar por las fuentes de energía renovables. Los ecoliberales de Los Verdes veían así cómo la Canciller les arrebataba uno de los principales temas electorales.
Otro ejemplo: en 2017, Merkel abandonó su rechazo sin fisuras al matrimonio homosexual, muy controvertido entre amplias capas de la población de un país predominantemente conservador, y decidió dar libertad de voto a los diputados de la CDU en una votación al respecto en el Bundestag. Aunque la Canciller acabó votando en contra, la ley salió adelante también gracias al apoyo de 70 diputados conservadores. Nuevamente, Merkel hacía del pragmatismo su principal arma política y dejaba el camino libre a una legislación de corte liberal sin necesidad de votar a favor.
Pero la era Merkel ha estado lejos de ser todo luces. El liderazgo de la Canciller ha estado marcado por las sombras y por decisiones que, dado el peso político de Alemania en la Unión Europea, tuvieron un impacto más allá de las fronteras de la potencia regional. Repasemos algunos de los aspectos negativos.
El surgimiento de AfD, un fracaso personal: “A la derecha de la Unión [CDU-CSU] no puede haber ningún partido legitimado políticamente”. Esta frase la pronunció el padre de los socialcristianos bávaros, Franz Josef Strauß, en los 80 al calor del partido ultraderechista Die Republikaner, que llegó a conseguir representación a nivel regional y municipal.
La frase de Strauß resume uno de los pactos tácitos de la política alemana nacidos tras la Segunda Guerra Mundial: los partidos establecidos no podían permitir el surgimiento y establecimiento de una fuerza política ultraderechista con un electorado lo suficientemente transversal como para superar la barrera del 5% que permite acceder en el Bundestag.
La historia moderna de Alemania, con la catástrofe nacionalsocialista como hito más traumático, justifica ese pacto de su partitocracia. El nacimiento en 2013 de AfD y su entrada en el Bundestag en septiembre de 2017 con el 12,6% de los votos –y como tercera fuerza más votada– supone un punto de inflexión para la República Federal de Alemania y un fracaso personal de Angela Merkel. El “Factor AfD” es probablemente la mayor mancha en la hoja de servicios de la Canciller y acaba de un brochazo con la máxima de Franz Josef Strauß.
AfD, con un discurso ultranacionalista, xenófobo, islamófobo, eurófobo y revisionista de la historia, pone a Alemania en una situación complicada: por una parte, supone el surgimiento de una incómoda agenda política presuntamente enterrada tras 1945 y, por otra, dificulta la formación de gobiernos federales y regionales estables, debido a la fragmentación del arco parlamentario. Merkel fracasó a la hora de calibrar correctamente la amenaza real de que AfD pudiese abrirse un espacio electoral a la derecha de su partido, y se marchará del poder dejando un peligroso factor en la ecuación política alemana.
Las recientes elecciones regionales de los estados orientales de Brandeburgo y Sajonia así lo confirman: AfD consiguió ser segunda fuerza con más del 20% de los votos y con espectaculares avances en ambos estados. Y aunque la fuerza ultra parece haberse estancado en un 13% en la intención de voto a escala federal, convendría no subestimar su capacidad de seguir creciendo electoralmente. Todo dependerá de la coyuntura.
La gestión de la crisis de deuda y del euro: la crisis financiera y de la moneda única europea impulsaron precisamente el surgimiento de AfD, que un primer momento era un partido euroescéptico, neoliberal y opuesto a las políticas de rescate de los Estados de la periferia de la UE y también de los bancos. En este contexto, Merkel usó en reiteradas ocasiones el argumento de que todas esas medidas, acompañadas por la austeridad del gasto público, era alternativlos, una palabra alemana cuya traducción al castellano responde a “sin alternativa”.
Merkel apagaba así todo debate político sobre la viabilidad de otras recetas económicas para superar la crisis que estaban sufriendo los países de la UE y también su moneda. Esta “Alternativlosigkeit” pregonada a los cuatro vientos por Merkel fue demasiado a menudo complementada por la inflexibilidad, el paternalismo e incluso cierto chauvinismo económico alemán, encarnado mejor que nadie por el exministro de Finanzas Wolfgang Schäuble, considerado durante años el amo de llaves de la Canciller.
Lo peor de aquella crisis ya quedó –al menos oficialmente– a nuestras espaldas, pero ha dejado tras de sí una profunda huella en clases medias y bajas no sólo en la periferia europea, sino también dentro de la propia Alemania, cuya política de freno de gasto público y contención salarial ha provocado un aumento de la brecha entre los ricos y la clase asalariada. Y todo ello, a las puertas de una recesión económica.
Concentración de la riqueza y desigualdad en un modelo falto de reformas: Alemania es uno de los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) en los que la concentración de la riqueza se ha acentuado más en los últimos años: según un informe de la OCDE de 2015, solo el 10% de la población acumula el 60% del patrimonio privado del país, mientras el 40% más pobre no posee prácticamente nada. A pesar de que la Gran Recesión golpeó con fuerza a las exportaciones alemanas y el PIB del país en 2009, los datos macroeconómicos se han mantenido relativamente estables desde entonces.
Sin embargo, esa estabilidad macroeconómica también ha ido acompañada de un desgaste de las rentas más bajas a través de dos fenómenos concretos: el aumento de la precariedad laboral o del trabajador pobre, y una creciente pobreza en la tercera edad difícilmente comprensible en un país rico como Alemania. Las imágenes de ancianos buscando botellas retornables en las grandes ciudades del país o de jubilados haciendo cola ante los bancos de alimentos han dejado de ser anómalas en la locomotora económica europea. Y la ultraderecha no ha dudado en capitalizar políticamente ese desgaste social.
La llamada Agenda 2010, el paquete de reformas neoliberales introducido por el gobierno rojiverde del canciller Gerhard Schröder en 2003, abrió el camino a la precarización de importantes capas asalariadas de Alemania. Como apuntan estadísticas de la Oficina Federal de Empleo, en abril de 2017 en Alemania había más de 7 millones de personas con un trabajo temporal y/o poco remunerado.
Un informe de la Fundación Blöcker –dependiente de la DGB, la mayor organización sindical alemana– aumenta esa cifra: 2016 cerró en Alemania con 14 millones de personas con un trabajo temporal, un subempleo, un minijob o cualquier otro trabajo de pocas horas a la semana y, por regla general, poco o insuficientemente remunerado.
La desigualdad en Alemania no es, por tanto, un mito. Se refleja en las estadísticas y también en la calle.
Merkel llegó al poder en 2005, cuando las reformas neoliberales de Schröder ya se habían puesto en marcha. La Canciller, que ha gobernado con los socialdemócratas del SPD tres legislaturas y con los liberales del FDP una, ha tenido más de una década para hacer reformas en un modelo económico que está generando disfunciones sociales; no obstante, se ha limitado a mantener las líneas maestras de un modelo basado en las exportaciones (suponen casi la mitad del PIB alemán), el dogma del déficit cero y la contención salarial.
La guerra comercial entre el Estados Unidos de Trump y China, y las tendencias proteccionistas en el mercado internacional amenazan ahora las bases del modelo económico alemán, que no ha sido reformado desde que Merkel llegó al poder. La pendiente digitalización de importantes sectores de la economía germana, el declive de su sector automovilístico y el fuerte aumento de los precios de la vivienda en los grandes núcleos urbanos del país, que amenazan con dejar a amplios sectores de la ciudadanía fuera del mercado inmobiliario, provocan que lo que antes parecía un modelo económico incontestable aparezca ahora como una economía de futuro incierto.
A la espera de ver cuál será el impacto de la recesión que ya asoma en el horizonte, la existencia de una fracción parlamentaria abiertamente ultraderechista como la de AfD con más de 90 diputados apunta que el margen político para el gobierno federal se estrechará aún más ante un eventual escenario de dificultades económicas para Alemania. Merkel dirá adiós a la política como muy tarde en 2021. La amenaza de la ultraderecha, sin embargo, sobrevivirá a la Canciller.
Análisis publicado por Esglobal.org.
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