martes, 20 de marzo de 2018

Los bancos de alimentos, el “sismógrafo” de la pobreza en Alemania

Karola nunca creyó que llegaría a la tercera edad en esta situación: a sus 70 años, hoy hurga en un contenedor de desechos orgánicos. Busca verduras o frutas que todavía sean comestibles. Esta jubilada alemana ya tiene la donación semanal que recibe todos los lunes en un banco de alimentos del distrito berlinés de Neukölln frente al que ahora revuelve en la basura; sin embargo, cuando viene aquí, intenta hacer el máximo acopio posible para llegar con mayor holgura a fin de mes. Karola recibe 600 euros mensuales de jubilación, complementados por algo más de 100 euros de subvención estatal. Una vez pagado su alquiler, que asciende a 500 euros, le quedan unos 200 para comer a diario. 

“Podría alimentarme con ese dinero, pero, y aunque me avergüenza, prefiero acudir a este banco de alimentos. Así puedo ahorrar algo para comprar cosas necesarias o hacer frente a gastos imprevistos”, dice la pensionista con las manos todavía manchadas por los desperdicios orgánicos. Karola, que trabajó toda su vida como vendedora de flores e incluso tuvo su propio negocio, es jubilada, pobre y forma parte del casi medio millón de pensionistas que acuden anualmente a los más de 900 bancos de alimentos repartidos por la geografía del país más rico de la Unión Europea. 

Según las datos oficiales de la federación de bancos de alimentos de Alemania, alrededor de millón y medio de personas se sirvieron en 2016 de las donaciones de comestibles de estas iniciativas privadas apoyadas por voluntarios que se encargan de recuperar alimentos que de otra forma acabarían desperdiciados. Esa cifra, que no se actualiza anualmente, es hoy muy probablemente mayor, aseguran desde la federación. Aunque la cantidad de personas en la tercera edad se ha doblado en los últimos años, la mayoría de los beneficiarios (53%) son ciudadanos en edad laboral, con o sin trabajo. La coordinadora de bancos de alimentos ha detectado, además, un repunte entre niños y jóvenes dependientes de la beneficencia. La (creciente) pobreza tiene muchas caras en Alemania.

Esas estadísticas llevaban mucho tiempo ahí, pero aterrizaron en los medios casi de rebote, de mano de una noticia que generó perplejidad: el pasado diciembre, la dirección de un banco de alimentos de la ciudad de Essen anunciaba que no aceptaría a más beneficiarios que no pudieran acreditar la nacionalidad alemana. Todos aquellos peticionarios de ayuda sin pasaporte alemán quedaban, por tanto, excluidos. “Debido a que, durante los últimos, años el porcentaje de conciudadanos extranjeros entre nuestros clientes ha crecido un 75% a causa del aumento de refugiados, nos vemos obligados a aceptar sólo a personas con un documento de identidad alemán para garantizar una integración racional”, apuntaba una breve nota en la web de la organización.

Pese a las numerosas críticas, la medida, vigente hasta finales de marzo, ha sido defendida a capa y espada por Jörg Sartor, director del banco de alimentos de Essen. Sartor asegura que la decisión no tiene trasfondo xenófobo alguno, y simplemente persigue una distribución más equilibrada de los alimentos así como la atención de las quejas de algunas jubiladas alemanas, que acusaron de mal comportamiento a beneficiarios de origen extranjero. Según datos facilitados por la federación de bancos de alimentos, el porcentaje de beneficiarios extranjeros asciende al 60% en todo el país, un porcentaje que alcanza el 80% en el Estado de Renania del Norte-Westfalia, en el que está Essen.

"Nueva cuestión social alemana"

El caso de Essen ha generado un debate público en Alemania, donde el aumento de la pobreza no sólo se nota en calles, sino que también se ha instalado en la agenda política. El presidente federal, Frank-Walter Steinmeier, incluso citó el banco de alimentos de la discordia en su discurso durante el nombramiento del nuevo gobierno de Gran Coalición de la canciller Merkel: “La creciente polarización en la mayoría de sociedades europeas, pero también en la nuestra, salta a la vista. Una polarización que no sólo se refleja en el banco de alimentos de Essen, sino en todo el país”.

   

Y mientras Steinmeier llama la atención sobre la creciente desigualdad en el país más rico y poderoso de la UE, la ultraderecha de Alternativa para Alemania (AfD) no deja pasar la ocasión de aplaudir la decisión tomada por el banco de Essen. Destacadas figuras de AfD hace tiempo que hablan, no en vano, de la “nueva cuestión social alemana” y defienden que el mantenimiento del Estado de bienestar sólo es posible con una política de fronteras cerradas. En su modelo de país sólo hay sitio para los pobres autóctonos.

El caso de Essen no sólo genera debate en las altas instancias del Estado y en la clase política germana, sino también entre los mismos receptores de la beneficencia. Para comprobarlo, basta con visitar dos bancos de alimentos de Berlín situados en Wedding y Neukölln, dos distritos históricamente habitados por trabajadores y con un alto porcentaje de población de origen inmigrante. Entre los beneficiarios, alemanes o extranjeros, hay opiniones de todo tipo.

Conny tiene 53 años y está prejubilada por enfermedad. Recibe 768 euros mensuales de pensión. Trabajó de muchas cosas: en una fábrica, en el sector servicios, en un bar... Su salario fue por general bajo, con lo que también lo fueron sus contribuciones a la seguridad social. Conny tiene un hijo de 20 años, pero vive sola y se ve obligada a acudir al banco de alimentos de Neukölln para poder llegar a fin de mes. Carga con dureza contra la decisión tomada por el banco de Essen y también contra las políticas sociales de los sucesivos gobiernos alemanes de los últimos 15 años. El Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD) es el principal blanco de sus críticas, pues ha dejado de ofrecer una alternativa realmente social. “Pero parecen no darse cuenta”, dice.

Svetlana es una madre soltera de unos 40 años. Originaria de Kazajistán, lleva una década viviendo en Alemania. Esta es la segunda vez que viene a buscar comida a un banco de alimentos. Si se hubiese enterado antes, asegura, también habría venido antes. Svetlana tiene trabajo, pero lo que gana no le llega para pagar el alquiler (530 euros por un apartamento de una sola habitación), asumir todos los gastos derivados de la casa y además alimentar a su hija. Por eso, viene a buscar comida. Svetlana no entiende muy bien la decisión tomada por el banco de alimentos de Essen, así que prefiere no opinar.

Helga Nautojat es un jubilada de 63 años. Asegura que los alimentos que acaba de recoger no son para ella, sino para una amiga jubilada que está enferma y no puede salir de casa. Helga es viuda y cobra 1050 euros de pensión. Además, paga unos 800 euros de hipoteca. Por tanto, le quedan 250 para hacer frente al pago de luz, agua y el resto de eventuales costos. Reconoce que el dinero le llega muy justo para comer todos los días. No le parece bien la decisión del banco de Essen de excluir sólo a extranjeros: “Sencillamente, los podrían haber separado”.

Jubilados y madres solteras

Hay dos perfiles predominantes entre los beneficiarios del banco de alimentos de Neukölln: los jubilados y las madres solteras (desempleadas o trabajadoras). Así lo asegura su director, Karsten Böhn, quien reconoce que la cantidad de peticionarios de ayuda ha aumentado notablemente en los últimos años. “Este tipo de bancos son el auténtico sismógrafo de la magnitud de la pobreza en Alemania”, asegura, mientras decenas de personas desfilan frente a su despacho para hacer acopio de alimentos a cambio de un simbólico euro. Si la canciller Merkel le pidiera medidas concretas para combatir la pobreza y la desigualdad, le daría dos sin dudarlo ni un segundo: el aumento de salario mínimo actual de algo más de 8,84 euros la hora hasta, al menos, 11 (para combatir la llamada “pobreza trabajadora”) y el incremento de la ayuda de subsistencia o Hartz IV, que calcula algo más de 4 euros diarios para comida.

“En Alemania nadie tiene por qué pasar hambre”, zanja Siemen Dallmann, director del banco de alimentos del distrito de Wedding. “La gente viene aquí para poder dedicar el poco dinero que tiene a gastos que les sería imposible asumir si tuviese que invertirlo todo en comida. Y ese es precisamente el objetivo de estos bancos. El problema es que cada vez más gente a acude a nosotros y las donaciones de alimentos también comienzan a reducirse”. Y ahí parece estar precisamente la fuente de conflicto en algunos bancos como el de Essen, que la fuerza ultraderechista más exitosa de la historia de la República Federal no desaprovecha para intentar enfrentar a los pobres alemanes con los extranjeros.

Queda la sensación de que si AfD no fuese actualmente la tercera fuerza del Bundestag, en el que además a partir de ahora liderará la oposición parlamentaria a la nueva Gran Coalición, la decisión del banco de Essen y el consecuente debate nunca se habrían producido. “Un cosa está clara”, reflexiona Siemen Dallmann, “desde que AfD existe y está en el Bundestag, aquí y allá hay gente que se atreve a decir cosas que antes no habría dicho. Dudo que los representantes del banco de Essen sean simpatizantes de AfD. Pero, en general, sí es verdad que 15 años atrás, la gente que hoy vota a AfD ya existía y escondía sus opiniones. Hoy todo esas posiciones son mucho más públicas, porque incluso hay un partido en el Parlamento que defiende lo mismo abiertamente”.

Reportaje publicado por El Confidencial.

domingo, 18 de marzo de 2018

Alemania compra tiempo

Cuando Angela Merkel sea investida canciller hoy en el Bundestag, habrán pasado casi seis meses desde las últimas elecciones. Desde su fundación en 1949, la República Federal nunca antes había tardado tanto en formar gobierno, nunca antes había vivido tanto tiempo bajo un gobierno de funciones. El transcurso de estos últimos seis meses dejó en evidencia que el país más poblado, rico y poderoso de la Unión Europea está aprendiendo a vivir en un escenario que hasta ahora le era desconocido: la inestabilidad política. 

Las elecciones federales del 24 de setiembre arrojaron unos resultados históricos en muchos aspectos: la “gran coalición” gobernante –integrada por las conservadoras Unión Cristianodemócrata (CDU) y Unión Socialcristiana de Baviera (CSU), y también por el Partido Socialdemócrata (SPD)– perdió casi 14 puntos respecto de los comicios anteriores. Las elecciones dejaron, además, el Parlamento federal más fragmentado de la historia reciente del país (con siete organizaciones políticas repartidas en seis fracciones parlamentarias), y, sobre todo, permitieron que la joven ultraderecha de Alternativa para Alemania (AfD) obtuviera un sensacional resultado: con 12,6% de los votos, se convirtió en la tercera fuerza más votada, todo un golpe simbólico para un país con una historia marcada a fuego por el nacional-socialismo y el holocausto. 

La presencia de la ultraderecha y la fragmentación del tablero político son precisamente los dos principales factores que explican por qué Alemania ha necesitado esta vez tanto tiempo para formar un gobierno de coalición. La constante amenaza de una repetición electoral como telón de fondo, en la que la ultraderecha podía incluso mejorar su resultado, condicionó inevitablemente unas negociaciones de por sí muy complicadas entre los partidos con intención de gobernar. El inesperado fracaso de la llamada Coalición Jamaica fue un ejemplo de ello. 

La coalición imposible 

“Es mejor no gobernar que gobernar mal”. La madrugada del 19 de noviembre dejó una frase que probablemente pasará al panteón de sentencias políticas históricas de la República Federal. La pronunció a altas horas de la noche el presidente del Partido Liberal (FDP), Christian Lindner. Tras semanas de duras e intensas conversaciones con la unión conservadora liderada por Merkel y los ecologistas Los Verdes, Lindner anunciaba que su partido se retiraba de la mesa de negociaciones. La llamada Coalición Jamaica (por los colores de los partidos implicados –negro, verde y amarillo–), hasta ahora inédita en el gobierno federal, se demostraba así como imposible. Dos meses después de las elecciones, Merkel se situaba de nuevo en la casilla de salida para intentar formar un gobierno estable. 

Tras unos resultados electorales marcados por el fantasma ultraderechista y por la fragmentación, el fracaso de la Coalición Jamaica era la siguiente prueba de que Alemania se estaba adentrando en un territorio hasta ahora desconocido por el país: el de la incertidumbre política. Si algo había precisamente caracterizado la vida política e institucional de Alemania, eso había sido la estabilidad política. 

“La colaboración entre la CDU, la CSU y el SPD termina hoy. Seremos oposición”. En Berlín, en la noche del 24 de diciembre de 2017, pocas horas después del cierre de los colegios electorales, el entonces presidente del SPD, Martin Schulz, pronunciaba con pasmosa rotundidad esa sentencia que tendría que tragarse pocos meses más tarde. El SPD acababa de cosechar su peor resultado electoral desde 1949. 

Con 20,5% de los votos, el líder de los socialdemócratas alemanes decía en el horario de máxima audiencia y en la televisión pública que sólo había un camino para recuperar la credibilidad de su partido: la oposición parlamentaria. Schulz aprovechó, además, la ocasión para lanzar duros ataques a Merkel, quien, también presente en el estudio de televisión, encajó los golpes bajos con una media sonrisa. Hoy Schulz, quien renunció a la presidencia del SPD hace semanas, es un cadáver político. Merkel, por su parte, está a punto de ser investida canciller por cuarto mandato consecutivo. 

Tras el fracaso de la Coalición Jamaica, Merkel no dudó en poner en marcha la opción de reeditar la Gran Coalición. Un gobierno entre conservadores y socialdemócratas era su última carta para formar un gobierno estable y evitar un Ejecutivo en minoría. Con la amenaza de convocar nuevas elecciones como as en la manga, Merkel obligó a Schulz y los suyos a sentarse a la mesa de negociaciones. A finales de febrero, y tras unas conversaciones relativamente rápidas, la CDU CSU y el SPD anunciaban un pacto de gobierno. Alemania tendrá así un nuevo ejecutivo de Gran Coalición (el tercero de cuatro legislaturas), mientras que el SPD se sigue hundiendo en las encuestas. 

Crisis existencial del SPD 

Desde las elecciones de setiembre, los socialdemócratas celebraron dos congresos extraordinarios y un referéndum entre sus bases para dar la luz verde definitiva a la Gran Coalición. Tanta democracia interna es, en realidad, más síntoma de una crisis existencial que de un afán de la dirección del partido de refrendar sus grandes decisiones entre la militancia. En las últimas semanas, después del anuncio del pacto de Gran Coalición, algunas encuestas apuntaron incluso algo impensable tan sólo hace unos meses: la ultraderecha de AfD superaba en intención de voto al SPD, que caía hasta 15,5% de los votos. La falta de credibilidad política podría llevar ahora al partido más antiguo de Alemania a las puertas de la irrelevancia. 

“Renovación” es en estos días la palabra que la nueva dirección socialdemócrata utiliza para generar ilusión y confianza en el futuro de un partido cuyo derrumbe parece hoy imparable. La designada nueva presidenta de la formación, Andrea Nahles, promete que su presencia en el gobierno supondrá un claro acento social en las políticas de Merkel. Sin embargo, Nahles parece olvidar una estadística demoledora: el SPD ha perdido 50% de sus votantes en los últimos 20 años, aproximadamente la mitad de los cuales ha gobernado en coalición con la canciller democristiana. La siguiente cuestión se hace así inevitable: si la participación en las grandes coaliciones ha ido acompañada hasta ahora por un desgaste electoral socialdemócrata, ¿por qué esta vez debería ser diferente? 

Un país vecino como Austria, con una historia estrechamente ligada a la de Alemania, podría tal vez servir de referencia a la socialdemocracia germana para hacerse una idea de lo que podría deparar el futuro próximo: grandes coaliciones de conservadores y socialdemócratas gobernaron Austria de manera prácticamente ininterrumpida desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. En las últimas elecciones legislativas, de octubre, la ultraderecha del Partido de la Libertad de Austria fue la tercera fuerza más votada, con casi 26% de los sufragios y a menos de un punto de distancia del Partido Socialdemócrata de Austria. Hoy, una coalición de conservadores y ultraderechistas gobierna ese país. 

Alemania contará a partir de mañana con un gobierno de una mayoría parlamentaria suficientemente holgada para afrontar los desafíos internos y externos a los que se enfrentan Europa y el mundo. Sin embargo, parece difícil que la nueva Gran Coalición pueda frenar su pérdida de apoyo electoral, sufrida ya en las últimas elecciones. La ultraderecha de AfD liderará, como tercer partido más votado, la oposición parlamentaria en el Bundestag, una posición privilegiada para seguir agitando su discurso antiestablishment, cada vez más marcadamente ultranacionalista, islamófobo y xenófobo, e intentar así imponer al menos una parte de su agenda. 

Esta nueva Gran Coalición no parece nacer, en definitiva, del convencimiento político de que traerá lo mejor para el país, sino de una urgencia generada por la actual inestabilidad política. Cuando la era Merkel comienza la que probablemente sea su última legislatura, Alemania se dispone a comprar tiempo.

Artículo publicado el 18 de marzo de 2018 por el diario uruaguayo La Diaria.