Sábado 28 de enero, sobre las cinco de la tarde. En Berlín ha comenzado a nevar mientras en Hermannplatz se acumulan de manera estruendosa decenas de furgones policiales cargados con antidisturbios. Pareciera que la capital alemana estuviese bajo la amenaza de una inminente revolución o un golpe de Estado. Pregunto a dos chicos con petos fluorescentes que vigilan la actuación policial. "Es por una manifestación contra el congreso de policía que se celebra en Berlín", me comentan antes de marcharse a toda prisa.
Los distritos de Friedrichschain y Neukölln se convirtieron la madrugada del sábado al domingo en escenario de enfrentamientos entre la policía y manifestantes de extrema izquierda que protestaban no sólo contra el congreso policial sino también contra el ya consumado desalojo del edificio okupado y autogestionado Liebig 14. Los disturbios acabaron con 50 agentes heridos y cerca de 40 detenidos, según medios locales. La prensa berlinesa no tardó en colgar en sus ediciones on-line galerías de fotos sobre los disturbios y el ministro de Interior de Berlín volvió a advertir que "la escena de la extrema izquierda sigue siendo altamente violenta".
Todo ello coincide con el reavivado debate sobre la vigilancia que los servicios secretos alemanes dedican desde 1995 al partido La Izquierda, con representación parlamentaria. Es sabido que el Ministerio de Interior realiza escuchas y seguimiento a miembros de ese partido, parcialmente heredero de los socialistas de la Alemania oriental, y que el actual el ministro de Interior federal, Hans-Peter Friedrich (CSU), considera que el partido de La Izquierda es tan peligroso para la democracia alemana como los neonazis del NPD.
Sin embargo, cabe preguntarse si realmente esa posición se corresponde con la realidad, si no es una clara posición ideológica de claro doble rasero: es un hecho que desde la desaparición de la última generación del grupo terrorista de la Fracción del Ejército Rojo (RAF) a finales de la década de los noventa, la extrema izquierda alemana no ha matado a nadie. Ello mientras sólo la célula terrorista neonazi Clandestinidad Nacionalsocialista dejaba tras de sí un impune reguero de 10 asesinatos y al menos 30 heridos durante la última década. Quizá cabría preguntarse si el Ministerio de Interior alemán debería dedicar el dinero y el esfuerzo que concentra en vigilar a partidos parlamentarios en evitar que la extrema derecha extraparlamentaria campe a sus anchas de manera asesina, sobre todo en el Este de Alemania.
Precisamente ayer tuve la oportunidad de ver la recién estrenada Kriegerin ("Guerrera"), una película sobre la escena neonazi en el noroeste de Alemania. Una muestra más de que, como me dijo una vez un ex neonazi, entrar en la extrema derecha alemana es fácil. Lo realmente díficil es salir vivo de ella.
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