Wieland Giebel, frente al fragmento de muro. Foto de Berlin Story. |
El 9 de noviembre de 1989 las imágenes de berlineses orientales cruzando la frontera entre las dos Alemanias dieron la vuelta al mundo. Tras el anuncio de un portavoz del régimen socialista de que el Gobierno expediría visas sin restricciones para visitar Alemania occidental, las olas de ciudadanos orientales ávidos de conocer lo que había más allá del Muro de Berlín fueron imparables. Algunos interpretaron el anuncio de la dictadura oriental como la autoinmolación de un socialismo real que agonizaba por una ingente deuda externa y una economía inoperante.
El Muro de Berlín (y su caída) no solo pasó a formar parte del imaginario del fin de la Guerra Fría y del definitivo pistoletazo de salida de la posmodernidad, sino que además se convirtió en todo un imán para las masas turistas que todavía hoy siguen peregrinando a lo que queda del bautizado como «muro de la vergüenza». Cuando está a punto de cumplirse el redondo 25 aniversario de su caída, el Muro sigue siendo una fuente de ingresos, y no solo por la cantidad de turismo que atrae.
Pasada la resaca del hundimiento del Estado oriental y con la reunificación alemana en ciernes, un puñado de empresarios oportunistas se percató del negocio que supondría la venta de fragmentos del Muro de Berlín en un futuro cercano. No en vano, no son pocos los turistas que, en un arrebato fetichista, siguen llevándose a escondidas pequeños fragmentos de los tramos que siguen en pie en la capital alemana. También hay quien vende presuntos trozos en tiendas de souvenirs y en puestos ambulantes.
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