viernes, 18 de abril de 2025

Cómo la ultraderecha conquista a la clase obrera de Alemania

La crisis económica estructural que sufre la primera economía europea alimenta el discurso de bienestar chovinista y la respuesta reaccionaria de AfD a la cuestión social



El distrito de Gelsenkirchen, en la cuenca del Ruhr, ha sido uno de los bastiones históricos del Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD). Candidatos del SPD han ganado de manera ininterrumpida la candidatura directa al Bundestag desde las primeras elecciones de la República Federal en 1949. En la última cita con las urnas, el pasado 23 de febrero en unos comicios anticipados, el candidato directo socialdemócrata también fue el más votado, pero esta vez por muy poco. Obtuvo algo más del 31%, poco más de 6 puntos que el segundo, el candidato de la ultraderecha de Alternativa para Alemania (AfD). 

En Alemania, el voto está dividido en dos cruces: una dedicada a la candidatura directa de cada distrito y otra, a la lista regional de cada uno de los partidos. El pasado 23 de febrero, la lista de AfD fue la más votada en Gelsenkirchen. Por primera vez desde el final de la Segunda Guerra Mundial, un partido de ultraderecha es el más votado en este distrito electoral de tradición obrera. 

Gelsenkirchen es una ciudad históricamente minera que sufrió un profundo proceso de desindustrialización. En 30 años - entre finales de los 50 e inicios de los 80 - perdió las industrias textil, acerera y minera. Con el hundimiento de esos tres sectores, se destruyeron cerca de 100.000 empleos. Hoy los servicios tienen un peso fundamental en su economía, que sigue sufriendo desempleo estructural y pobreza. AfD ha sabido explotar la frustración acumulada durante décadas. Gelsenkirchen podría ser como un viaje al futuro de otras regiones que todavía hoy son industriales en Alemania. 

Crisis económica estructural 

La economía alemana lleva dos años encadenados en recesión y este 2025 también parece abocado a malos datos. El fin de la llegada del gas ruso barato, base de la competitividad de la industria alemana, y la guerra comercial de Trump anunciada a los cuatro vientos están golpeando una economía que durante décadas estuvo basada en la exportación de productos manufacturados, como coches, o de alto valor tecnológico, como turbinas. A diferencia de otras crisis anteriores que atravesó la primera economía de la Unión Europea, la de esta vez no es coyuntural, sino estructural, como explica el analista Wolfgang Münchau en su libro Kaput. El fin del milagro económico alemán, recientemente publicado en castellano. 

Ya no valdrá con contener salarios, recortar subsidios sociales e impuestos, o trabajar más horas, como hicieron gobiernos alemanes en pasadas crisis. Ahora es el modelo en sí el que está en crisis, argumentan Münchau y otros analistas económicos. Para salir de la crisis, Alemania deberá reformar en profundidad un modelo que ha dejado de ser exitoso y que ha dejado pasar, por ejemplo, el tren de la revolución digital. 

Hasta ahora, la economía alemana había capeado el temporal gracias al consumo interno. Pero las grandes industrias del país, como la automotriz, la del acero y la química, comienzan a anunciar despidos masivos. “Lo estamos viendo en el núcleo de la industria alemana, en empresas que personificaron el capitalismo social alemán, como Volkswagen, Thyssenkrupp, Bosch o Siemens. Todas están recortando puestos de trabajo y eso tiene que ver con el cambio energético, con el cambio hacia la electromovilidad, etcétera. Todo esto está provocando que la gente busque una forma de protesta y la encuentre en AfD”, dice Klaus Dörre, profesor de la Universidad de Jena especializado en sociología del trabajo, la economía y la industria

Las cifras dejan poco lugar a dudas: 38% de las personas que se autoperciben como “trabajadoras” votaron a AfD en las últimas elecciones alemanas, según el análisis de los datos ofrecido por el instituto Infratest dimap para la televisión pública alemana. La ultraderecha alemana avanzó 17 puntos respecto a los comicios federales de 2021 en ese caladero electoral. El avance entre la clase trabajadora de un partido como AfD, que representa posiciones nacional étnicas cercanas al neonazismo, ha sido fulgurante: en 2017, sólo un 5% de los trabajadores votaron a AfD. En 2021, fue un 21%. Hoy, el porcentaje de personas trabajadoras seducidas por la oferta reaccionaria va camino del 50%. La ultraderecha es con mucho el partido que mejor puntúa entre las personas asalariadas de “cuello azul”, por delante de los democristianos de la CDU (22%) y de los socialdemócratas del SPD (12%). Estos últimos pierden dramáticamente el apoyo del que había sido su sujeto político histórico. 


 “Nueva cuestión social” 

Dos son los perfiles predominantes del voto “obrero” de la ultraderecha alemana: en primer lugar, las personas que trabajan en condiciones precarias y que luchan por llegar a fin de meses a pesar de tener un trabajo a tiempo completo (trabajadores pobres); en segundo lugar, los empleados de industria claves, como la automotriz, en las que todavía se pagan buenos salarios y hay empleo, pero en las que comienza a percibirse la decadencia del modelo. Estos últimos apuestan por la opción ultra como una reacción de miedo a perder el dinero y el estatus social que otorga ser trabajador industrial. 

Ante un escenario de incertidumbre, parte de la clase asalariada compra el discurso de “autoritarismo rebelde” que ofrece la ultraderecha, como lo explica el profesor Dörre: “AfD sugiere que todo puede seguir siendo como hasta ahora. Es un autoritarismo rebelde que, por un lado, se rebela contra los partidos tradicionales y el establishment y, por otro, proclama que el cambio climático tiene poco de verdad y que, básicamente, podemos seguir como antes, que el motor diésel alemán es maravilloso y que son las élites globalistas las que se han unido contra la industria alemana”. 

La Alianza Sahra Wagenknecht (BSW), una escisión de Die Linke que combina políticas económicas de izquierda y una política migración restrictiva que compite con AfD, también promete un retorno a la Alemania de los 80, recuperando el gas ruso y fortaleciendo las industrias alemanas que han sido exitosas durante las últimas décadas. BSW finalmente fracasó en su intento de entrar en el Bundestag copiando parte del discurso que ha llevado a AfD a ser segunda fuerza. Ante la copia, el electorado prefirió el original. 

Ante este giro reaccionario de parte de la clase trabajadora, intelectuales de las Nuevas Derechas alemanas, como el escritor y editor Götz Kubitschek, refuerzan la llamada “nueva cuestión social”. Esta última tesis reinterpreta la lucha de clases: el conflicto ya no es entre los de arriba y los de abajo, argumenta Kubitschek, sino entre “dentro y fuera”, es decir, entre los trabajadores autóctonos y los extranjeros. Esa tesis no sólo sirve para reforzar la visión chovinista del estado del bienestar, sino que incluso atrae votos de alemanes con origen migratorio en una suerte de lucha entre el penúltimo - el inmigrante - contra el último - el refugiado -. 


AfD, Volkspartei 

AfD recibió más de diez millones de votos el pasado 23 de febrero, más del 20% total. Se convirtió así en la segunda fuerza del país, por delante de SPD y verdes. Consiguió movilizar votos en todos los sectores socioeconómicos, todas las franjas de edad, todas las regiones. AfD no es sólo el partido ultraderechista alemán más exitoso desde la derrota del nazismo, sino que, además, ya es un Volkspartei, es decir, un “partido popular”, un adjetivo hasta ahora reservado para las dos grandes formaciones de la Alemania posguerra: la unión conservadora CDU-CSU y los socialdemócratas del SPD. 

Este éxito inapelable genera aún más vértigo si lo ponemos en perspectiva histórica. En regiones marcadamente populares como Turingia, donde la clase obrera pasó de ser roja a parda en los años 30 del siglo pasado, AfD rozó el 39% del voto. El partido ultra, liderado allí por Björn Höcke - alguien que no desentonaría en un partido neonazi - se acerca así a la mayoría absoluta en Turingia y otros estados federados de Alemania oriental. 

Los resultados de AfD son una seria advertencia para el resto de los partidos alemanes y para Europa. Si el próximo Gobierno alemán, liderado por el conservador Friedrich Merz, no consigue reformar exitosamente el modelo económico del país, volver a la senda del crecimiento y devolver la confianza a la ciudadanía, los fundamentos ya están puestos para que siga creciendo la fuerza más radical de la familia ultraderechista europea. Si el proceso de desindustrialización de Gelsenkirchen se expande por otros puntos de Alemania, AfD amenaza con acercarse al umbral electoral del 30%. Cuesta imaginar cómo se podría mantener entonces el alabado y agrietado “cordón sanitario” alemán que en otros Estados de la UE hace tiempo pasó a la historia.

 


Análisis publicado en el diario Publico.es

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sábado, 14 de diciembre de 2024

Putin, a través de los ojos de Merkel

El nombre del presidente ruso aparece 143 veces en “Libertad” - el libro de memorias recién publicado por la excanciller alemana -, más que ningún otro de los líderes con los que Merkel compartió reuniones y llamadas durante sus 16 años de Gobierno


Vladímir Putin, en una celebración en la sede de Stasi en Dresde. © Andreu Jerez Ríos

Cuando Angela Merkel se convirtió en canciller federal de Alemania en noviembre de 2005, Vladímir Putin ya lleva 5 años al frente de Rusia. Cuando la política democristiana dejó de ocupar la cancillería en diciembre de 2021, Putin seguía ahí, siendo presidente ruso. Ningún otro gran líder internacional estuvo tanto tiempo en el poder durante los 16 años de la ‘era Merkel’. Difícilmente haya habido un presidente con el que Merkel se haya reunido más veces que con Putin mientras estuvo en la primera línea de la política alemana e internacional. 

Esa convivencia en lo más alto del poder se proyecta en las memorias recién publicadas por Merkel bajo el título de “Libertad”: 143 veces aparece Putin mencionado en el libro con su apellido, más que Obama (56), Sarkozy (45), Bush (31), Tsipras (23), Cameron (12), Xi Jinping (3), Trudeau (3), Lula da Silva (2), Mariano Rajoy (2) o Pedro Sánchez (1), por poner sólo algunos ejemplos. De hecho, sólo dos nombres de esos líderes ocupan un espacio en el índice de las memorias merkelianas: “Almuerzo con George W. Bush” y “Esperando a Vladímir Putin” ha titulado la excanciller dos capítulos de la cuarta parte del libro de 740 páginas. 

Pese a sus evidentes diferencias, agrandadas tras el inicio de la invasión rusa de Ucrania, Angela Merkel y Vladímir Putin pudieron entenderse. Varios elementos de sus biografías hicieron la comunicación más fácil que entre Putin y otros líderes occidentales. En primer lugar, ambos vivieron en un país que ya no existe: la República Democrática Alemana (RDA), el sistema socialista oriental que se derrumbó tras la caída del Muro de Berlín en 1989. Merkel creció, se educó, se doctoró y vivió los primeros 35 años de su vida en la RDA. Putin vivió y trabajó como agente del KGB en Dresde entre 1985 y 1990, como todavía acreditan numerosos documentos hallados en lo que fue la central de la Stasi – la policía germanooriental – en la capital sajona. 

Merkel aprendió ruso tanto en la escuela como en la universidad, como cuenta en las 200 primeras páginas de sus memorias, dedicadas exclusivamente a la primera parte de su vida, la que trascurrió en la RDA, previa al inicio de su carrera política. Putin aprendió alemán durante su estancia en la Alemania oriental, además de diferentes estancias e intercambios en la Unión Soviética. “Su alemán era bastante mejor que mi ruso”, reconoce Merkel en uno de los pasajes dedicados a uno de sus encuentros con Putin. La lectura de los fragmentos de las memorias dedicados a Vladímir Putin son una valiosa documentación para entender mejor al presidente ruso a través de los ojos de Merkel. 


“Esperando Vladímir Putin” 

Junio de 2007, cumbre del G8 en el balneario de Heiligendamm, en la costa alemana del Mar Báltico. Merkel se encuentra en el ecuador de su primera legislatura como canciller y recibe a los líderes de los siete países más industrializados del planeta. Putin está entre ellos. Rusia busca reencontrar su posición en el mundo tras el trauma del hundimiento de la Unión Soviética y los años más duros de la terapia del shock económica, la privatización del patrimonio estatal y la transición al capitalismo de corte occidental. 

A las puertas de la cumbre, miles de manifestantes llegados de diferentes partes de Europa y del mundo protestan contra el modelo de planeta que proponen los líderes reunidos. Las marchas son uno de los últimos coletazos de lo que se llamó el movimiento altermundista o antiglobalización, nacido a finales del siglo pasado. Las fuertes medidas de seguridad y la presencia policial no evitan fuertes disturbios.

Dentro de la cumbre, el presidente Putin usa sus propios métodos para colocar de nuevo a Rusia en el mapa del poder internacional. “Antes de la cena, quería reunirme con los otros siete jefes de Estado y de Gobierno para tomar un aperitivo. El tiempo era bueno, podíamos sentarnos fuera. Los periodistas iban a la caza de fotos”, narra Merkel en la página 375 de sus memorias. “Sólo faltaba uno: Vladímir Putin. Esperamos y esperamos. Si hay algo que no soporto, es la impuntualidad. ¿Por qué hacía eso? ¿A quién intentaba demostrarle algo?", continúa Merkel. 

Finalmente, el presidente ruso llegó con 45 minutos de retraso. “¿Qué ha pasado?”, preguntó Merkel, casi preocupada. “Tú tienes la culpa. Más concretamente, la Radeberger”, respondió Putin. Radeberger es una marca de cerveza alemana que Putin conocía de su tiempo como agente del KGB en Dresde y que le gusta beber. Merkel decidió dejarle una caja como cortesía en la habitación de su hotel, como él mismo había pedido. “Parecía disfrutar siendo el centro de atención. Probablemente sentía mucha felicidad por haber obligado al presidente estadounidense a esperarle”, escribe la excanciller.


 

“Perdóname, Angela” 

 Putin y Merkel no se conocieron en la RDA. El primer recuerdo de un encuentro personal que la excanciller conserva se remonta a junio del año 2000, cuando ya era presidenta de la conservadora CDU. Su partido todavía estaba en la oposición cuando Putin visitó Berlín como presidente de la Federación Rusa. La primera visita de Merkel al Kremlin fue en febrero de 2002. El socialdemócrata Gerhard Schröder todavía era canciller de Alemania y Putin tendía la mano a Occidente. Un año antes, el presidente ruso había ofrecido un discurso ante el Bundestag. Recibió un aplauso prácticamente cerrado de los diputados federales alemanes. Merkel ocupaba un escaño como diputada democristiana.

En enero de 2007, Merkel visitó a Putin en su residencia privada en la ciudad de Sochi, en la costa rusa del Mar Negro. Antes de la reunión ante la prensa, el equipo de Merkel pidió al de Putin que evitase sacar a su labrador negro Koni, como ya había hecho el presidente ruso en la recepción de otros mandatarios. “Desde mi primera visita como canciller en 2006, Putin sabía que yo tenía miedo de los perros porque uno me había mordido en 1995”, cuenta Merkel en la página 380. La petición no sirvió de nada. Putin dejó entrar a Koni ante los focos de las cámaras y los flashes de los fotógrafos. 

Durante el intercambio de posiciones, el perro no sólo se paseó libremente por la sala, sino que llegó a sentarse a los pies de Merkel, quien, con gesto nervioso, intentaba mantener la calma mientras Putin dibujaba una sonrisa. “Interpreté por su expresión facial que estaba disfrutando de la situación. ¿Simplemente quería ver cómo reacciona una persona en apuros? ¿O era una pequeña demostración de poder?”, reflexiona Merkel. Preguntado al respecto, Putin dijo recientemente, 17 años después del episodio: “Perdóname, Angela. No quería causarte sufrimiento alguno”. 


‘No’ a Georgia y Ucrania 

Uno de los episodios que Merkel explica en su libro con más carga de actualidad es la cumbre de la OTAN en Bucarest de 2008. Sobre la mesa estaba la posible adhesión de Georgia y Rumanía a la alianza militar. Merkel, con el apoyo del presidente francés Sarkozy, se opuso a allanar el camino de entrada para ambos países. Y lo argumenta de la siguiente manera: “Discutir el estatus de Ucrania y Georgia sin analizar también el punto de vista de Putin fue, en mi opinión, una negligencia grave. Desde que Putin llegó a la presidencia de su país en el año 2000, hizo todo lo que estuvo en su mano para convertir de nuevo a Rusia en un actor en la escena internacional, al que nadie pudiera ignorar, especialmente Estados Unidos”. 

La entonces canciller tenía por tanto en cuenta las preocupaciones de seguridad del vecino oriental, algo que hoy puede costarle a un político alemán ser calificado de “Putinversteher” (un neologismo peyorativo que significa algo así como “comprensivo con Putin”). También puso en duda que la entrada de Ucrania y Georgia aumentara la seguridad de ambos países, así como la de la OTAN. La cumbre de Bucarest acabó sin un acuerdo sobre la posible adhesión de Georgia y Ucrania, pero la declaración final abría la puerta a su entrada “algún día”, una fórmula general que suponía una declaración de intenciones y un “reto” para Putin, argumenta Merkel. 

En un encuentro posterior, Putin le dijo al respecto: “Tú no serás canciller para siempre. Y entonces Ucrania y Georgia se convertirán en miembros de la OTAN. Y quiero evitarlo”. Merkel pensó para sus adentros que él tampoco sería presidente ruso para siempre. En diciembre de 2024, camino al tercer aniversario del inicio de la invasión rusa de Ucrania, Putin sigue gobernando Rusia con mano de hierro, mientras Merkel se pasea por platós de televisión y teatros presentando sus memorias. Hay quien se pregunta si Putin habría ido tan lejos con Angela Merkel como canciller federal alemana. Un debate estéril a efectos prácticos, porque Merkel ha cerrado para siempre su carrera política hasta el punto de que evita inmiscuirse con sus declaraciones actuales en la gestión política actual del Gobierno alemán. Lo que quedan son sus memorias.

Reseña publicada por ElDiario.es.

lunes, 25 de noviembre de 2024

Un "polvorín" llamado Tegel

La terminal C del antiguo aeropuerto berlinés acoge a 5.000 personas refugiadas y peticionarias de asilo. El mayor y más costoso centro de acogida de Alemania es blanco de denuncias por malas condiciones y falta de transparencia financiera


Terminal C de Tegel.© Andreu Jerez Ríos

“La visita dura dos horas y ni un minuto más. Ustedes deciden cómo invertir su tiempo”. Monika Hebbinghaus no se siente cómoda cuando refugiados y refugiadas se acercan al grupo de periodistas. Aunque la jefa de prensa de la Oficina berlinesa de Asuntos de los Refugiados intenta transmitir normalidad, apenas puede esconder que le incomoda que personas alojadas en este centro de refugiados en el antiguo aeropuerto de Tegel detengan al grupo de reporteros para contar sus historias. 

Es mediados del pasado octubre. Los rayos de sol pierden fuerza a medida que avanza el otoño en la periferia norte de Berlín. El invierno se acerca y con él, el frío, la oscuridad y los meses más difíciles para el centro de acogida de refugiados de Tegel. Aquí viven unas 5.000 personas, tendencia al alza. La mayoría son ucranianas, con estatus especial concedido por el Gobierno alemán tras el inicio de la invasión rusa. Gracias a ello, obtuvieron un permiso de residencia sin necesidad de pasar por el proceso burocrático correspondiente. Pero el permiso de residencia no significa poder encontrar un apartamento en una ciudad con uno de los mercados inmobiliarios más tensionados de Alemania y Europa. 

También hay personas peticionarias de asilo de otros países. La mayoría vienen de Turquía, Afganistán, Siria, Vietnam y Moldavia, según cifras oficiales de las autoridades berlinesas. Los responsables de este centro de acogida improvisado en lo que fuera el principal aeropuerto de la capital alemana - cerrado en noviembre de 2020 tras la inauguración del Aeropuerto Internacional Willy Brandt - organizan hoy una visita de prensa para un equipo de la televisión internacional alemana Deutsche Welle y para el ElDiario.es. Tienen interés en mejorar la imagen del mayor centro de acogida de refugiados de Alemania. Tegel acumula demasiados titulares negativos en prensa alemana y extranjera. 

“Un lugar que no debería existir”, tituló el semanario Der Spiegel una larga crónica, publicada el pasado septiembre sobre las precarias condiciones de vida de las personas alojadas alrededor de la terminal C del antiguo aeropuerto. “Los días aquí son largos. No hay nada que hacer aunque hay mucho por resolver” es una de las frases que mejor resume el texto. La crónica arroja luz sobre la gestión del centro de acogida, sobre la falta de transparencia de las contratas y su financiación pública, y, sobre todo, lo hace a través de los protagonistas del lugar: las personas refugiadas. 


Críticas y agradecimiento 

 La cámara y el micro de Deutsche Welle llaman rápidamente la atención de los residentes. Muchos miran con curiosidad. Otros se acercan a hablar directamente en su idioma. Una mujer ucraniana con bastón comienza a dirigirse en ruso al objetivo de la cámara, sin esperar a que nadie le pregunte. Se queja de la falta de una atención médica adecuada. Lleva 18 meses en Tegel, sin perspectivas de ser derivada a otro alojamiento. Cuenta que llegó con dos hijos, uno de ellos con discapacidad. La jefa de prensa de la Oficina de Asuntos de los Refugiados, la señora Hebbinghaus, se interesa primero por su situación para acabar interrumpiendo la conversación con el argumento de que hay que avanzar en la visita. 

Berdnyk Aleksander. 
© Andreu Jerez Ríos
Pero la gente aquí quiere hablar sobre su situación. “Las condiciones son muy malas. No podemos hacer nada. La comida es mala. He perdido peso, se me ven las costillas”, cuenta el joven ucraniano Berdnyk Aleksander, unos metros más adelante, a las puertas de lo que fuera el edificio de la Terminal C en el que las antiguas ventanillas de check-in sirven hoy para registrar a los recién llegados. Berdnyk lleva 10 meses en Tegel. Asegura que nadie le da trabajo, que no puede aprender alemán, que viven sin perspectivas, que ni siquiera le permiten cocinar. 

“Mi esposo y yo sufrimos un incendio. Todas mis pertenencias se quemaron. Nadie prometió ayudarnos. Simplemente cerraron las puertas y echaron la culpa a las víctimas”, dice Aleksandra, ucraniana de 22 años procedente de Crimea, dentro del comedor colectivo, entre armarios de impersonal color gris con decenas de casilleros numerados. Aleksandra habla del incidente más grave conocido hasta ahora en Tegel: un incendio arrasó el pasado marzo una de las tiendas gigantes que servía de dormitorio a 300 personas. Nadie murió ni hubo heridos. Fue un milagro, coinciden los medios berlineses. También fue síntoma de que algo no marchaba bien en Tegel. 

No sólo hay quejas de gente joven. Hay mucha gente mayor, con problemas de salud y movilidad, que muestran descontento con las condiciones en las que viven. Parecen las más desamparadas de todas. Algunas ni siquiera se molestan en protestar. Miran con una mezcla de desesperanza y hartazgo a los periodistas que son paseados por el recinto por los responsables del mismo. 

También hay quien aprovecha la ocasión para agradecer ante la prensa la acogida de Alemania. “Aquí puedo ganar 10 veces más que en Ucrania y tengo una oportunidad para desarrollarme”, dice un joven ucraniano entre las miradas desaprobatorias y las críticas en voz alta de un grupo de compatriotas mayores que él que no comparten su relato. 


Solución de emergencia 

El centro de acogida de refugiados de Tegel abrió sus puertas poco después del inicio de la invasión rusa de Ucrania, en marzo de 2022. En un primer momento, se usó como punto de registro de los refugiados ucranianos que después eran derivados a centros de acogida, viviendas sociales u otro tipo de alojamiento distribuidos por toda Alemania. 

Pero lo que tenía que ser una solución de emergencia provisoria se ha convertido en un alojamiento permanente con capacidad de hasta 8.000 plazas ante la incerteza de cuáles serán la necesidad de acogida en los próximos meses y años. Que la solución improvisada se haya convertido en permanente es la principal crítica de los detractores del centro de refugiados de Tegel.

Kathie Lehmann es una de las integrantes de Tegel Assembly, una asamblea de organizaciones y activistas que denuncian la situación de los refugiados y también de las condiciones de los empleados del centro de acogida. Algunos de los integrantes de esta asamblea trabajaron en él y fueron despedidos por denunciar interna o públicamente las malas condiciones, o por intentar asesorar por su cuenta a los refugiados. 

Hoy organizan una fiesta con música, comida y juegos infantiles para los residentes en Tegel, en el otro extremo del antiguo aeropuerto. Quieren ofrecer un espacio de evasión seguro a las personas alojadas en la Terminal C. “Hay unas condiciones higiénicas catastróficas, brotes de enfermedades, la gente sigue viviendo en un espacio de cuatro metros cuadrados”, cuenta Kathie. “Estamos hablando de un aeropuerto, un espacio completamente asfaltado donde están instaladas las tiendas, lo que parece una solución absolutamente improvisada. Hay muchos guardias de seguridad que, por supuesto, tampoco tienen buenas condiciones laborales. Todo el mundo está muy descontento y simplemente no sabe qué va a ser de ellos”. 

Desde la Oficina berlinesa de Asuntos de los Refugiados piden comprensión ante el desafío de alojar a tanta gente. “Nuestro mandato legal es alojar a todo el mundo. Evidentemente, cuanta más gente viene, más obligados estamos a bajar los estándares. Es lo que estamos viendo aquí, en Tegel. No es una situación normal. Se debe a la cantidad de personas que ha llegado en un tiempo relativamente corto”, argumenta la señora Hebbinghaus, encargada hoy de guiarnos por la explanada convertida en campamento. 


Falta de transparencia 

El centro de refugiados de Tegel tiene un presupuesto anual de más de 400 millones de euros, lo que lo convierte en el mejor financiado del país. La Cruz Roja Alemana gestiona el campo con ese dinero, que también sirve para pagar, entre otras cosas, el alquiler del espacio, el cátering y a una empresa privada que se encarga de la seguridad del perímetro y los interiores del recinto. 

Organizaciones sociales con experiencia en acogida de refugiados consideran que ese presupuesto debería permitir unas condiciones mucho mejores. “No sabemos dónde va a parar todo ese dinero. Si utilizas el presupuesto de 400 millones para alojar a 5.000 personas, estamos hablando de un coste individual de entre 240 y 300 euros al día. Con ese dinero, el Gobierno de Berlín podría proporcionar pisos de lujo para los refugiados”, explica con cierta sorna Emily Barnickel, trabajadora social de la ONG Consejo de Refugiados de Berlín.

Las denuncias de malas condiciones, combinadas con el enorme presupuesto, abonan las acusaciones de falta de transparencia en el uso del dinero público y las sospechas sobre el margen de beneficio que están obteniendo las empresas privadas que ofrecen los servicios del centro de refugiados de Tegel. 

En toda Alemania surgen cada vez más sospechas sobre la gestión privada de centros de acogida de refugiados. La televisión pública ARD y el diario Süddeutsche Zeitung publicaron recientemente una investigación sobre la compañía británica Serco. Especializada en control de fronteras, servicios militares y seguridad, Serco ha ganado contratas públicas en diferentes lugares de Alemania para gestionar centros de acogida de refugiados. 

Documentos filtrados desde dentro de la empresa apuntan a un margen de beneficios de más del 50% en algunos casos, lo que explicaría las pésimas condiciones en las que los refugiados viven en esos centros. Ello también lanza dudas sobre los concursos de concesión de las contratas y sospechas de posibles intereses personales de los responsables políticos correspondientes. 

Pese a todas las críticas recibidas por Tegel, el alcalde-gobernador de Berlín, el conservador Kai Wegner (CDU), no se atreve a descartar una ampliación del número de plazas del centro de refugiados. Wegner gobierna desde abril del año pasado con los socialdemócratas del SPD en la llamada “Gran Coalición”. Los Verdes, hoy en la oposición, son muy duros con la situación en Tegel. El diputado regional ecologista Jian Omar, nacido en el Kurdistán sirio y que recibió asilo político en Alemania tras llegar con una visa de estudiante en 2005, es una de las voces más críticas con el centro. En una entrevista con el semanario Der Spiegel, Omar resume la situación con una advertencia: “Tegel es un polvorín que puede explotar en cualquier momento”.

Reportaje publicado por ElDiario.es.

martes, 3 de septiembre de 2024

Sahra Wagenknecht, la izquierda conservadora que agita Alemania

Sahra Wagenknecht, en Chemnitz. Foto: Andreu Jerez Ríos

Sahra Wagenknecht habla como una pianista que toca las teclas sabiendo de antemano qué música complace más al público que tiene delante. La líder del joven partido BSW (Bündnis Sahra Wagenknecht – BSW – Alianza Sahra Wagenknecht) ofrece un discurso en el centro de la ciudad sajona de Chemnitz, llamada Karl-Marx Stadt por la República Democrática Alemana, la desparecida Alemania socialista. 

A pocos días de las elecciones regionales en los estados federados de Sajonia y Turingia, en las que la ultraderecha de Alternativa para Alemania (AfD) dieron un nuevo golpe sobre la mesa, Wagenknecht despliega ante cerca de mil personas una efectiva oratoria con los principales temas que llevarán a su formación a entrar con fuerza en los dos parlamentos regionales del Este de Alemania. Cada frase es un eslogan:

“En Ucrania mueren cada día hombres jóvenes, a ambos lados del frente”, “no sólo Putin comenzó una guerra ilegal, también los americanos atacaron ilegalmente siete países en los últimos 30 años”, “con las sanciones a Rusia no dañamos a Putin, dañamos nuestra economía, “queremos diplomacia y no más envío de armas”, “ahí están los políticos que nos pretenden enseñar lo que debemos decir, lo que debemos pensar, lo que debemos comer”, “hace dos años dije que tenemos el gobierno más estúpido de Europa y desde entonces no se ha vuelto más inteligente”, “no puede que en nuestro país haya que gente que muera a manos de personas que no debería estar aquí”. 

Wagenknecht ha sabido leer a la perfección el momento antielitista y populista que se respira en amplios sectores de la sociedad alemana. Con una guerra en pleno continente europeo, a menos de 1.000 kilómetros de la frontera de Alemania, una economía renqueante que bordea la recesión, una inflación que afecta a una clase trabajadora en parte ya empobrecida antes del comienzo de la invasión rusa de Ucrania y unas perspectivas que no invitan especialmente al optimismo sobre el futuro, la exdiputada de los poscomunistas de Die Linke y exlíder de la Plataforma Comunista – un gremio marxista-leninista existente dentro de Die Linke – ha entendido que un mensaje sencillo, directo y en parte simplificador de los problemas que arrastra Alemania es la fórmula perfecta para conseguir el éxito electoral, al menos a corto plazo. 

La gran baza es la misma figura de Wagenknecht, que con un aura de líder mesiánica con fuerte tirón en medios de comunicación tradicionales, y una constante y eficaz estrategia en redes sociales, da sentido y también el nombre a un partido fundado oficialmente el pasado enero y al que todas las encuestas le aseguran presencia en el próximo parlamento federal. 

Tras convertirse en una voz incómoda durante años dentro de su expartido, Wagenknecht ha sabido esperar hasta el momento exacto para lanzar BSW, con el tiempo necesario para entrar en las instituciones pero sin la presión de ofrecer más detalles sobre su propuesta política. La principal arma de la Alianza Sahra Wagenknecht es la propia Sarah Wagenknecht. 


Cuatro folios de programa 

El programa electoral de BSW cabe en cuatro folios. Está dividido en cuatro grandes bloques que dan forma al discurso electoral de Wagenknecht en Chemnitz: “sensatez económica”, “justicia social”, “paz” y “libertad”. El programa combina la apuesta por la redistribución de la riqueza con una defensa de la economía social de mercado, modelo tradicional de los fundadores de la República Federal de Alemania. Es decir, capitalismo con correcciones del Estado y apoyo a la mediana empresa familiar de implantación regional. 

Su programa económico está en realidad más en línea con el discurso socialdemócrata del siglo pasado - e incluso con un partido conservador con sensibilidad social - que con un partido comunista o marxista-leninista, ideología en las que están las raíces políticas de Wagenknecht. Esa política económica, que hace décadas podría haber venido de los socialdemócratas del SPD o los democristianos de la CDU, está hoy salpimentada con propuestas inaceptables para el considerado centro político de Alemania: negociaciones con Putin, fin de las sanciones contra Rusia, recuperación del gas y petróleo rusos que durante años permitieron a la industria alemana producir de forma competitiva en una economía fuertemente dependiente de las exportaciones. 

Con el bloque “paz”, ocurre un poco lo mismo: BSW recupera conceptos del siglo pasado marcado por una Guerra Fría que la propia Sarah Wagenknecht vivió el primera persona como joven ciudadana de la RDA: “Nuestra política exterior está en línea con la tradición del canciller Willy Brandt y del presidente soviético Michail Gorvachov, que se opusieron a la lógica de la Guerra Fría con una política de la distensión, del equilibrio de intereses y de la cooperación internacional. Rechazamos de manera fundamental la solución de los conflictos con medios militares”, reza un programa que lee la geopolítica actual desde la óptica del siglo XX. Se podría decir que BSW es un partido de izquierda por su voluntad de redistribución económica, pero con una receta conservadora anclada en el siglo pasado. 

Wagenknecht sabe que el cansancio con la guerra en Ucrania y sus consecuencias crece entre la población alemana, especialmente en el este del país, cuya economía es más dependiente del comercio con la Federación Rusa y cuya población mira con más simpatía y empatía hacia la población y la cultura del gigante euroasiático por cuestiones culturales, históricas y geográficas. 

El último bloque, el de “libertad”, es una mezcla entre posiciones que podrían estar representadas por un partido liberal-conservador como el FDP: un rechazo latente de la inmigración, que BSW considera “descontrolada”, y un rechazo explícito de la “cultura de la cancelación” y del “estrechamiento” de la libertad de opinión, narrativa también cultivada por la ultraderecha de AfD. 


Las repúblicas perdidas 

El discurso y la oferta política de BSW son como una invitación a volver al pasado: en el oeste, las décadas dorada de los 70 y 80 de la República Federal occidental con su milagro económico y su apuesta por la distensión con la Unión Soviética a través del comercio; en el este, con la sensación de seguridad que ofreció el socialismo real de la RDA, una nostalgia de la república perdida bautizada como “Ostalgie” en alemán. 

Wagenknecht no defiende en Chemnitz la división entre las dos Alemanias, pero sí desliza referencias a la historiad de la RDA que tocan la fibra sentimental e identitaria de la población germanooriental: “Los que vivieron la fase final de la RDA ya experimentaron como los de ahí arriba no consiguen nada, no tienen una visión ni un plan, se dieron cuenta de que algo tenía que cambiar urgentemente”. Wagenknecht traza un paralelismo histórico entre entonces y hoy: la era de cambio que se notaba en el aire a finales de los 80 en la RDA es similar a lo que se respira hoy en la Alemania reunificada, asegura.

Grita es una de las asistentes al acto electoral. El cartel con el que ha venido destaca sobre las cabezas del público: “Kriegstreiber NATO” (“OTAN, belicista”). “Mi infancia la pasé en la RDA, me socialicé en la RDA y, con todos los errores que se cometieron, opino que se deberían haber revisado tras 1989 y que nunca deberíamos haber renunciado a la RDA”, dice esta mujer de 62 años. “Desde la actual perspectiva, sé que sin la RDA habríamos tenido con seguridad de nuevo una guerra. Con su política exterior pacifista, la RDA lo evitó”. 

Entre el público destaca la presencia de gente mayor, especialmente de personas en edad de jubilación. “Tras 40 años cotizados y haber criado a tres niños, además de a mi nieta, me queda una pensión de 800 euros”, dice Conny visiblemente emocionada por el discurso que acaba de escuchar de Sarah Wagenknecht. “Dice cosas que yo también siento, sobre todo en lo relacionado con la migración. No puede ser que tengamos criminales, que no deberían estar aquí y que no respetan nuestras reglas”, dice esta jubilada que reconoce tener que seguir trabajando para llegar a fin de mes. 

Entre los asistentes hay también unos cuantos inmigrantes o alemanes de raíces migratorias. Antonio es uno de ellos, un ingeniero mecánico nicaragüense llegado a la RDA antes de la caída del muro y que lleva más de tres décadas viviendo y trabajando en Alemania: “El nivel de vida ha bajado bastante. Y la migración y la criminalidad han aumentado. Espero que este partido haga cambios. Y si no los hace, pues no lo volveré a elegir”. 

Antes de apostar por a BSW, Antonio votó a Los Verdes y a socialdemócratas del SPD. Algo que no se plantea “nunca más”. Preguntado por la “inmigración descontrolada” que denuncia su actual opción política, responde: “En la RDA había cubanos, argelinos, también había inmigrantes, tal vez incluso más que hoy. Pero en el sistema anterior no había ayudas sociales. Hoy hay ayudas sociales. Esa gente viene aquí, recibe dinero y no se adapta a las normas del país. Y el actual gobierno no hace nada”, denuncia el inmigrante nicaragüense. Mientras, de fondo, la megafonía del acto electoral invita a los asistentes a acercarse al escenario para un hacerse un ‘selfie’ con la líder.

Crónica publicada por ElDiario.es.