Recupero mi texto "Muros de la vergüenza", publicado en Setmanari Directa hace casi un año, para invitar al lector a visitar la recientemente inagurada exposición Border Bridges, sobre la que he tenido la oportunidad de reportar. Una muestra que invita a reflexionar sobre muros pasados y muros presentes (e invisibles).
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La historia puede ser caprichosa: lo que queda del muro de Berlín, ese monstruo de cemento gris que dividió la actual capital alemana y que separó a sus habitantes durante casi 30 años, que aisló la parte occidental berlinesa enclavada en medio de aquel Estado oriental que se consideraba antifascista y que no era más que una dictadura socialista de tics estalinistas, es hoy un centro de peregrinación para turistas llegados de todo el mundo a la búsqueda de los restos de un símbolo de la cultura popular del siglo pasado.
La imagen no deja lugar a dudas: detrás de la East Side Gallery, el trozo de muro más largo conservado hoy en Berlín, la especulación hace estragos en lo que fuera la 'franja de a muerte': una estrecha franja de tierra, antaño repleta de torres de control, soldados, cable de espino y armas automáticas, y en la que la represión de la República Democrática Alemana se hacía más patente, es ahora disputada por multinacionales con ganas de sacar provecho de los ríos de turistas que diariamente, llueva o haga sol, caminan por los restos del muro de la vergüenza. El capitalismo aprovecha todo de todo, incluso los escombros del socialismo real.
Pero si la historia puede ser caprichosa, el presente nos recuerda que estamos bien lejos de vivir en el mejor de los mundos posibles, tal y como nos vendieron aquéllos que la asesinaron (a la historia) en nombre de la libertad, el progreso y el mercado. Quedan muchos muros en pie: México, Palestina, Irlanda del Norte, Ceuta, Melilla. Un largo etcétera nos recuerda que la vergüenza no acabó con el hundimiento del socialismo autoritario y real: muros que separan el precario bienestar de la miseria, gentes de su tierra, personas de sus sueños.
Mientras tanto, los restos del muro de Berlín ponen su grano de arena para gentrificar una ciudad que no volverá ser la que fue. Ironías del destino.
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