La historia de la pandemia en Berlín es la de un confinamiento que nunca fue. La vida pública no ha dejado existir en la capital alemana a pesar de las restricciones contra la expansión del virus. Los comercios no considerados esenciales tuvieron que bajar la persiana a mediados del pasado marzo – la mayoría ya ha reabierto – , parte de la burocracia y los servicios públicos como bibliotecas, colegios o guarderías dejaron de funcionar, los gimnasios siguen cerrados, y bares, clubs y el ocio nocturno están paralizados sine die, pero ni los parques se vaciaron ni los runners desaparecieron de las orillas del río Spree ni por las calles dejaron de circular coches. Fiel a su esencia anárquica y un tanto ajena al resto de Alemania, Berlín ha seguido su propio camino.
Y, sin embargo, la fisonomía de la capital alemana sí ha cambiado con la crisis sanitaria. En primer lugar, sus habitantes han aprendido a vivir con las colas. Lo que antes era considerado un trámite sin complicación, ahora requiere más tiempo y paciencia. Los berlineses tienen a menudo que formar filas en plena calle para comprar en el supermercado, retirar dinero del banco o hacerse con una cerveza en los populares Spätis – tiendas abiertas casi a todas horas que venden alcohol, tabaco, papel de liar y prensa, lo fundamental para pasar una buena tarde –.
Es la consecuencia de que los comercios cumplan las condiciones para abrir: limitar el aforo es la manera de garantizar la distancia de seguridad de metro y medio exigida por las autoridades. A ello hay que sumar el uso de máscaras y de líquido desinfectante en las entradas de comercios y edificios públicos. La prevención higiénica ha pasado a formar parte de la cotidianidad berlinesa con sorprendente naturalidad.
Polución estable
Una ojeada a la evolución de la calidad del aire en el centro de Berlín da cuenta de que la vida ha continuado en las calles: según datos de la Oficina Federal de Medio Ambiente, desde mediados de pasado marzo los niveles de contaminación en la capital alemana se han mantenido estables, incluso con un repunte de “partículas de suspensión” generadas por la actividad humana a finales de marzo. Un mayor uso del coche en lugar del transporte público en la fase de mayor incertidumbre parece la causa.
Si los berlineses no han dejado de salir es porque no ha estado prohibido: el gobierno nunca aplicó un confinamiento generalizado a toda la población. Merkel se opuso alegando la necesidad de ciudadanos y familias de salir a pasear y tomar aire fresco. Un confinamiento tras el largo y oscuro invierno berlinés habría supuesto una factura social difícil de defender políticamente.
En esa decisión también ha sido clave la mortalidad oficial del virus en Alemania: a pesar de ser uno de los países del mundo con un mayor número de infectados (más de 171.000), la tasa de mortalidad es mucho más baja que en Italia o España. Con algo más de 6.200 casos y 165 muertos confirmados, Berlín no es excepción.
Y a pesar de haber sufrido menos que otras capitales, un sector clave para la economía berlinesa sale muy malparado: el batacazo para el turismo es visible en los lugares de atracción; sitios emblemáticos como la Puerta de Brandeburgo o la Columna de la Victoria, por lo general anegados de turismo – especialmente con la llegada de la primavera –, están hoy semivacíos.
Negacionistas por turistas
“Mi facturación ha bajado un 80%”, dice con estoicismo y sin aparente preocupación Georg, uno de los conductores de bicitaxis que esperan a clientes en el centro histórico. “Soy optimista porque no tengo grandes pretensiones”, dice. Está convencido, sin embargo, de que habrá una oleada de cierres de empresas dependientes del turismo y la hostelería. No será su caso porque que no tiene grandes gastos y puede aguantar con pocos ingresos, asegura.
“Yo he perdido el 75% de mis clientes”, responde Alí, un taxista de origen pakistaní y acento berlinés. Nunca había vivido algo así en las tres décadas que lleva aquí. Es uno de los miles de pequeños empresarios que pidió la ayuda pública de emergencia de 5.000 euros para poder seguir funcionando. “A pesar de la caída de pasajeros, salgo casi a diario. Es mejor que quedarse en casa delante de la tele”.
A pocos metros del taxi, donde hace meses meses se formaban colas de turistas para subir a la cúpula de cristal del Bundestag, hoy se reúnen varios cientos de personas que niegan la pandemia. Forman parte del nuevo paisaje urbano de Berlín. Desde hace semanas, una variopinta mezcla de ultraderechistas, militantes de las más diversas teorías de la conspiración y ciudadanos descontentos protestan contra la limitación de derechos fundamentales.
Controlados por policías, que advierten con la mirada a los concentrados que deben mantener la distancia de seguridad, los negacionistas se reúnen con metros en la mano para hacer efectivo el metro y medio exigido. Mientras, un charlatán grita a los cuatro vientos su mensaje a través de un micrófono: “La República Federal nunca fue liberada del nacionalsocialismo. El Imperio alemán nunca dejó de existir. Seguimos siendo un país ocupado”.
Crónica pública en El Periódico de Catalunya.
Y, sin embargo, la fisonomía de la capital alemana sí ha cambiado con la crisis sanitaria. En primer lugar, sus habitantes han aprendido a vivir con las colas. Lo que antes era considerado un trámite sin complicación, ahora requiere más tiempo y paciencia. Los berlineses tienen a menudo que formar filas en plena calle para comprar en el supermercado, retirar dinero del banco o hacerse con una cerveza en los populares Spätis – tiendas abiertas casi a todas horas que venden alcohol, tabaco, papel de liar y prensa, lo fundamental para pasar una buena tarde –.
Es la consecuencia de que los comercios cumplan las condiciones para abrir: limitar el aforo es la manera de garantizar la distancia de seguridad de metro y medio exigida por las autoridades. A ello hay que sumar el uso de máscaras y de líquido desinfectante en las entradas de comercios y edificios públicos. La prevención higiénica ha pasado a formar parte de la cotidianidad berlinesa con sorprendente naturalidad.
Polución estable
Una ojeada a la evolución de la calidad del aire en el centro de Berlín da cuenta de que la vida ha continuado en las calles: según datos de la Oficina Federal de Medio Ambiente, desde mediados de pasado marzo los niveles de contaminación en la capital alemana se han mantenido estables, incluso con un repunte de “partículas de suspensión” generadas por la actividad humana a finales de marzo. Un mayor uso del coche en lugar del transporte público en la fase de mayor incertidumbre parece la causa.
Si los berlineses no han dejado de salir es porque no ha estado prohibido: el gobierno nunca aplicó un confinamiento generalizado a toda la población. Merkel se opuso alegando la necesidad de ciudadanos y familias de salir a pasear y tomar aire fresco. Un confinamiento tras el largo y oscuro invierno berlinés habría supuesto una factura social difícil de defender políticamente.
En esa decisión también ha sido clave la mortalidad oficial del virus en Alemania: a pesar de ser uno de los países del mundo con un mayor número de infectados (más de 171.000), la tasa de mortalidad es mucho más baja que en Italia o España. Con algo más de 6.200 casos y 165 muertos confirmados, Berlín no es excepción.
Y a pesar de haber sufrido menos que otras capitales, un sector clave para la economía berlinesa sale muy malparado: el batacazo para el turismo es visible en los lugares de atracción; sitios emblemáticos como la Puerta de Brandeburgo o la Columna de la Victoria, por lo general anegados de turismo – especialmente con la llegada de la primavera –, están hoy semivacíos.
Negacionistas por turistas
“Mi facturación ha bajado un 80%”, dice con estoicismo y sin aparente preocupación Georg, uno de los conductores de bicitaxis que esperan a clientes en el centro histórico. “Soy optimista porque no tengo grandes pretensiones”, dice. Está convencido, sin embargo, de que habrá una oleada de cierres de empresas dependientes del turismo y la hostelería. No será su caso porque que no tiene grandes gastos y puede aguantar con pocos ingresos, asegura.
“Yo he perdido el 75% de mis clientes”, responde Alí, un taxista de origen pakistaní y acento berlinés. Nunca había vivido algo así en las tres décadas que lleva aquí. Es uno de los miles de pequeños empresarios que pidió la ayuda pública de emergencia de 5.000 euros para poder seguir funcionando. “A pesar de la caída de pasajeros, salgo casi a diario. Es mejor que quedarse en casa delante de la tele”.
A pocos metros del taxi, donde hace meses meses se formaban colas de turistas para subir a la cúpula de cristal del Bundestag, hoy se reúnen varios cientos de personas que niegan la pandemia. Forman parte del nuevo paisaje urbano de Berlín. Desde hace semanas, una variopinta mezcla de ultraderechistas, militantes de las más diversas teorías de la conspiración y ciudadanos descontentos protestan contra la limitación de derechos fundamentales.
Controlados por policías, que advierten con la mirada a los concentrados que deben mantener la distancia de seguridad, los negacionistas se reúnen con metros en la mano para hacer efectivo el metro y medio exigido. Mientras, un charlatán grita a los cuatro vientos su mensaje a través de un micrófono: “La República Federal nunca fue liberada del nacionalsocialismo. El Imperio alemán nunca dejó de existir. Seguimos siendo un país ocupado”.
Crónica pública en El Periódico de Catalunya.
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