sábado, 1 de mayo de 2010

1. Mai: que siga la farsa...



Tren regional entre Berlín y Frankfurt an der Oder. 8 de la mañana. Un viejo ossie ojea el Berliner Kurier, uno de los diarios sensacionalistas de la capital. Voz populista del proletariado alemán. Uno de los termómetros de la opinión pública germana. En su portada: "1 de mayo: más odio acumulado que nunca". El viejo resopla. Pura demagogia no libre de cierta verdad. Pero, ¿odio a qué? El 1 de mayo berlinés ya está aquí, camaradas. Toca huir de la revolución postmoderna perfecta: corta, vacía y poco dolorosa. Una mentira más en un mundo lleno de mentiras. Pero si se trata de tirar piedras por unas horas, ¿qué más da?

Berlín, Kreuzberg. En un bar que hace esquina, a las 8 y media de la mañana. "Imagínate que todos los que vienen a liarla son de fuera. Estúpidos. Todavía no he visto ni a un solo berlinés lanzar ese día piedras contra la policía", dice una vieja con un café en una mano y un cigarro humeante entre sus dedos amarillentos. La voz de la experiencia. La vieja sabe lo que se dice. Otro berlinés de adopción con más de 20 años en la capital alemana me confirma las sospechas: ya en los salvajes 80, la mayoría de los que montaba barricadas y oponía resistencia a los antidisturbios, con la segunda generación de la RAF dando su últimos coletazos y la tercera en ciernes, eran de fuera. En aquélla época al menos había cierto transfondo ideológico. De de eso no queda nada. Como mucho las piedras, debajo de las cuales tenía que estar la playa. También eso era mentira.

El 1 de mayo de Berlín he visto de todo: jóvencísimos turcos-alemanes encapuchados con pañuelos palestinos tirando piedra con una mano y robando bocadillos de los tenderetes con la otra. Farsa de Intifada. Habría que enviarlos una semana a Cisjordania para que aprendieran lo que es bueno. También he visto presuntos militantes de la extrema izquierda alemana borrachos haciéndose fotos con su móvil ante filas interminables de antidisturbios. Niñatos oportunistas con ganas de mostrar que ellos también estuvieron allí donde había que estar. Turismo revolucionario de pastel. También vi auténticos militantes de la extrema izquierda abroncando a niñatos y a no tan niñatos por provocar choques evitables con la policía. Justo lo que esperan los antidisturbios: al final y al cabo, para eso están ellos allí. La revuelta postmoderna justifica su sueldo y su presencia. Y también el discurso alarmista de los políticos y su política del miedo.

Y este año, más de lo mismo. Una farsa sin punto y final. Las imágenes de todos los años. Violencia vacía, sin fondo ni objetivos. Pero al fin y al cabo, algún día habrá que tirar piedras, ¿no? Metidos hasta el cuello en una crisis económica sistémica y de valores, el 1 de mayo berlinés estará más desbravado que nunca. Justo cuando más inteligencia se necesita, más estupidez se acumula. Tenemos lo que nos merecemos. Créeme: si quieres hacer algo realmente transgresor y revolucionario por el primero de mayo berlinés, huye de la ciudad. Con esa gente no harás ninguna revolución, me dijo un día un viejo kreuzbergriano con la experiencia grabada en las arrugas de su cara.

miércoles, 21 de abril de 2010

De recuerdos y 'Egunkaria'...



Recuerdo que cuando la Audiencia Nacional decidió cerrar Egunkaria en 2003, todavía estudiaba en la universidad. Periodismo. Allí donde nos vendían que el derecho a la libre información, siempre que sea veraz, es uno de los pilares fundamentales e inquebrantables de los sistemas democráticos occidentales. Con España supuestamente dentro de ese grupo.

También recuerdo que por aquellos meses tomaba un curso de derecho, centrado en la interpretación del artículo 20 de la Constitución española: es decir, que todo ciudadano español tiene derecho "a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción". Y también recuerdo que el profesor nos explicó que el artículo 55 de esa Constitución, modélica para algunos, establece que "el estado de excepción o de sitio en los términos previstos en la Constitución" permite suspender todos los derechos recogidos en el artículo 20.

Recuerdo que para ese curso me atreví a escribir un trabajo sobre la base jurídica con la que el juez Del Olmo clausuró Egunkaria y detuvo bajo legislación antiterrorista a sus directivos por presunta colaboración con ETA. Mi conclusión fue que tal base jurídica no existía y que el cierre era un auténtica aberración y un verdadero ataque a los derechos fundamentales de expresión supuestamente garantizados por la Constitución española. Recuerdo que incluso me serví de un editorial del diario El Mundo, poco susceptible de ser abertzale, para construir la tesis de mi trabajo. También recuerdo que algunas personas cercanas me tildaron de ingenuo y me dijeron, con esa seguridad del que opina intoxicado por la propaganda, que estaba claro que Egunkaria pertenecía al "entorno de ETA".

Recuerdo que Martxelo Otamendi, director de Egunkaria (el único diario íntegramente editado en euskera en 2003), y otros cuatro de sus directivos denunciaron haber sido torturados durante los cinco días de incomunicación (recuerden, estos periodistas vascos fueron detenidos bajo legislación antiterrorista). Y ahora recuerdo que Amnistía Internacional y Human Rights Watch, asociaciones también poco susceptibles de ser pro abertzales, denuncian anualmente que en España la tortura "no es sistemática, pero tampoco esporádica" y que el Estado español hace demasiado poco por investigar los reiterados casos de denuncias por torturas en los comisarías españolas.

La noticia de que la Audiencia Nacional absolvió a los directivos de Egunkaria de cualquier relación con ETA y calificó las tesis que el juez Del Olmo utilizó para cerrar el diario de "meras especulaciones" me sacó el otro día de mis recuerdos y me trajo a la cabeza unas cuantas preguntas: ¿cuán independiente es la así llamada justicia española? ¿Quién no salva de la politización de los jueces? ¿Cuán democrática es la democracia española? Y, sobre todo, ¿no será que en España reina desde hace más de 25 años el Estado de excepción?

viernes, 19 de marzo de 2010

Una mirada a la periferia



“Ésta es la historia de un hombre que cae desde un edificio de cincuenta pisos. Para tranquilizarse mientras cae al vacío, no para de decirse: ‘Hasta ahora todo va bien. Hasta ahora todo va bien. Hasta ahora todo va bien'. Pero lo importante no es la caída. Es el aterrizaje”

Es la cita con la que película El odio (La haine, en francés), del director parisino Mathieu Kassovitz, da comienzo. Una trepidante introducción con imágenes en blanco y negro de jóvenes encapuchados enfrentándose a la policía en uno de tantos barrios periféricos de París con música de Bob Marley como telón de fondo. La cinta de Kassovitz es, en cierto modo, un producto cultural alternativo que ha dado a conocer la vida en la banlieue, la periferia de París y de otras grandes ciudades francesas. Una periferia que ardió en 2005 y cuyas llamas prendieron la mecha de la discusión política en Francia. Una periferia cuya realidad sólo suele llegar a las televisiones internacionales cuando estalla la violencia. Ya se sabe cómo funciona la ficción construida por los medios de comunicación de masas: los problemas sólo se convierten en noticia cuando estallan, no mientras se gestan.

El odio se estrenó en 1995, diez años antes del desencadenamiento de la última gran ola de violencia que se extendió como un polvorín por toda la periferia francesa, e incluso por los extrarradios de grandes ciudades de otros países europeos. No en vano, tanto el filme como la cita que lo introduce pueden ser interpretados como una señal de alarma, como un oscuro vaticinio que intentó azuzar la conciencia del poder político y económico galos. Al parecer, sin mucho éxito. Una década después, el odio de la periferia se desataba sin remedio. Y atraía de nuevo a los medios de comunicación que más que buscar respuestas intentaban confirmar a través de sus reportajes exprés las tesis oficiales preconcebidas por el poder. Pero la realidad es más complicada que todo eso.

"Banlieue" significa suburbio, lo que está fuera del centro. De hecho, la palabra "banlieue" hace referencia a cualquier barrio situado en las afueras de la ciudad. No tiene por qué ser una zona deprimida ni peligrosa. También puede ser un barrio residencial de clase media o alta. No obstante, los violentos acontecimientos le otorgaron a la palabra las siguientes connotaciones: barrio marginal y desestructurado, arquitectónicamente aislado, habitado por gente pobre y principalmente de origen inmigrante, con problemas de delincuencia y esporádicos estallidos de violencia.

Simplificar la verdad tranquiliza al bienpensante ciudadano medio, aunque esa simplificación sea una gran mentira. La banlieue es, sin duda, algo mucho más complejo, una realidad habitada por personas de carne y hueso, con problemas pero también con soluciones. Ésta es una mirada humilde, un intento de hacer comprender a través de tres personajes el pasado, el presente y el futuro de la banlieue parisina. Una mirada al corazón de la periferia cuando los valores del centro del poder sistémico se derrumban sin aparente remedio.



Nabil Boub, trabajador social de Sant Denis

Sant Denis sea tal vez la banlieue parisina más célebre. Situada al norte de la capital, es una ciudad viva y agradable, aunque no falta de problemas. Queda lejos del centro de París, y no geográfica, sino socialmente. El urbanismo de la capital francesa filtra a sus ciudadanos y los distribuye efizcamente por zonas: si te desplazas hasta Sant Denis en medios de transporte públicos, podrás percatarte de cómo la piel de los viajeros va mudando paulatinamente hacia los colores típicos de las ex colonias francesas. Sant Denis tiene zonas que recuerdan irremediablemente a fragmentos de El odio: gigantes bloques de edificios que aparecen como aislados de la totalidad urbana parisina. Pero aquí no hay ni barricadas, ni coches ardiendo ni jóvenes traficando con droga. Aquí sólo hay gente trabajadora y jóvenes de apariencia ociosa.

Sussaie Floréal Courtille es uno los trece centros sociales para jóvenes existentes en la ciudad. Chicos y madres charlan a sus puertas. Nuestra llegada despierta en sus ojos una mezcla de curiosidad y desconfianza. Saben que no somos de aquí. El centro social está situado en los bajos de uno de esos enormes bloques de viviendas. Además de ofrecer actividades culturales a los jóvenes y estructurar la vida social del barrio, uno de sus objetivos fundamentales es involucrar en la vida política a jóvenes de entre 18 y 25 años, incentivar que depositen su voto en las urnas. El centro fue creado en 1998 y, por tanto, su nacimiento no tuvo nada que ver con los disturbios de 2005, los que, por otra parte, no ocurrieron en Sant Denis, sino más bien en el este y el sur de la periferia parisina.

Nabil Boub es uno de los trabajadores sociales del centro. Acepta a hablar con nosotros pero no quiere ser fotografiado. Aquí el porqué: “En realidad, fueron los mismos medios de comunicación los que provocaron la extensión de la violencia en la periferia. Su visión sesgada y manipuladora provocó una competición violenta entre los jóvenes”, afirma Nabil. A Nabil le gustaría que los periodistas viniesen a ver las actividades que desarrollan en el barrio y no sólo a cubrir la violencia. Nabil permite finalmente ser fotografiado. Sólo quiere evitar que le manipulen o le utilicen. Una cosa queda confirmada: a las gentes de Sant Denis no les gusta que les preguntes sobre los disturbios ni quieren que les relacionen con ellos. No se sienten representadas por ellos y, al parecer, se consideran maltratadas por los periodistas.

Benalí Khedim, obrero, padre de familia y habitante de una vivienda social

Benalí tienen 33 años y es de origen argelino. Habita con sus mujer y sus tres hijos una vivienda de unos 25 metros cuadrados en Sant Denis, muy cerca del imperial estadio nacional construido para el mundial de fútbol de 1998. Hace ocho años que Benalí vive en Francia, donde se gana bien la vida en el sector de la construcción. Antes de instalarse en París, vivió como inmigrante ilegal en España, Dinamarca y Finlandia. Benalí confiesa que no lo pasó nada bien antes de llegar a a la capital francesa. Sólo se sintió bienvenido en Europa tras poder instalarse definitivamente en Francia. “Por una cuestión cultural y por la lengua”, dice.

Con todo, Benalí sigue sin sentirse un ciudadano francés de primera categoría, de plenos derechos, porque hace ocho años que se ve obligado a vivir en centros sociales y no ha podido acceder a una vivienda propia para poder escapar de las estrecheces de la vivienda social. ¿Y por qué, si se gana bien la vida?: “Porque tienes que poder demostrar un salario al menos tres veces superior que el alquiler de la vivienda a la que quieres acceder, además de una garantía, un aval económico”. Y Benalí, claro, no tiene ese dinero.

Benalí vivió también en el centro de París, pero acabó siendo expulsado a la periferia. De hecho, sigue teniendo su vivienda oficial allí, donde también sigue trabajando y donde sus hijos van a la escuela. “En cierta manera me siento como una pelota de tenis que está siendo golpeada de un campo a otro. Me expulsaron del centro, pero es allí donde sigo trabajando. La administración francesa me prometió una vivienda en París, promesas no cumplidas. Mientras, el ayuntamiento de Sant Denis no me reconoce como ciudadano de esta ciudad”. Bengalí me dice esto blandiendo una carta del alcalde del distrito donde vivía antes: con ella le prometieron el acceso a una vivienda digna. Todavía lo está esperando. “Me siento francés, pero no en mis derechos”, dice con amargura. En Francia, en efecto, parece regir una doble moral: los trabajadores de origen inmigrante y los sin papeles tiene la obligación de pagar impuestos, pero no disfrutan de los mismos derechos que los ciudadanos franceses reconocidos como tales por el Estado.

Almany Kaonuté, líder del movimiento cívico-político Emergence

Si nos moviésemos por los tópicos, podríamos pensar que es jugador de fútbol, un sinpapeles, un traficante de drogas o incluso un cantante de hip-hop. Pero no, Almany Kaonuté, de 30 años, es, además del cabeza de lista para las próximas elecciones regionales del movimiento cívico-político Emergence, una persona de ideas claras y discurso directo. Almany es especialista en ingeniería aeronáutica. Hace un tiempo tuvo la oportunidad de irse a trabajar a Canadá, pero decidió quedarse en su ciudad, Fresnes, en el departamento de Val de Marnes. Una zona considerada como “sensible”. “Aquí hay mucho por hacer”, dice.

Almany nos recibe en un local de la acomodada banlieue de St. Mam-des-Fassés, donde el grupo de voluntariosos jóvenes que conforman Emergence preparan un video para la campaña de las pasadas elecciones regionales del 14 de marzo, en las que se presentaron en los ocho departamentos de la periferia parisina y obtuvieron más de 12.000 votos. “Este movimiento fue creado en 2008 después de las elecciones municipales. Nos dimos cuenta de que no estábamos representados por los políticos locales. Y decidimos a organizarnos utilizando como base toda la vida asociativa de diferentes 'banlieues' parisinas”, cuenta Alemany en un tono sosegado, con la clarividencia que otorga el desengaño. “En 2005, tras el estallido de violencia, nos dimos cuenta de los problemas que había en nuestras ciudades. La manipulación política nos obliga a contribuir a mejorar esta situación”.

Alemany trabaja como educador social y es voluntario en diferentes proyectos sociales. Él mismo es hijo de una familia procedente de Malí y sabe de lo que habla: “En esta sociedad reina una gran hipocresía. Yo soy francés, porque nací aquí, pero mis padres son de Malí. Nunca leí, por ejemplo, en los libros que me dieron en la escuela la historia de las ex colonias francesas. Tampoco se me habló de diversa realidad de la actual sociedad francesa. Nuna me sentí representado con la imagen que me enseñaron de Francia”. Para Alemany, los problemas de las banlieues nacen de un cúmulo de razones: un modelo urbanístico fallido, desempleo, estigmatización y segregración social por el color de la piel, ...

...y Emergence no sólo aporta críticas, sino también propuestas: “Estamos cansados de las promesas de los políticos profesionales de izquierda y derecha. No necesitamos formar parte de la elite para saber cuáles son los problemas de los barrios en los que vivimos. La brecha entre clase política y la sociedad es cada vez más grande, y si no hacemos algo, los problemas serán cada vez mayores. Por eso animamos a los jóvenes a utilizar las urnas para depositar su voto en lugar de quemarlas”.

Almany sabe que lo importante no es la caída. Lo importante es el aterrizaje.

P.D: agradecimientos a Cafebabel por su apoyo logístico-económico y a Simon Chang por ceder sus fotos para este post.

domingo, 7 de marzo de 2010

Mi vecino Eddie...

La última vez que supe de Eddi no lo vi, lo olí: mi vecino Eddi había dejado ante la puerta de mi apartamento el rastro de su característico aroma, una mezcla de orines, tabaco y sudor, en su camino hacia el retrete: un pequeño cubículo situado en la escalera de mi edificio. Eddi no tiene cuarto de baño dentro de su casa; vive en un segundo piso de una escalera más del distrito de Kreuzberg. Eddie huele extremadamente mal, además de porque parece tener serios problemas mentales, porque no tiene agua en su casa: la administración de la finca hace meses que le cortó el suministro porque ya no podía pagar las facturas. O quizá porque lo quiere expulsar de su suculento piso. Tal vez por eso Eddie tiene cara de vivir acorralado. Sí, definitivamente, creo que la vida lo tiene acorralado.

A primer golpe de vista, Eddie parece un tipo relativamente normal. Bueno, mejor dicho, parece un berlinés relativamente normal. Es decir, no es más extravagante que las miles de extravagantes personas que habitan extravagantemente esta extravagante ciudad. Pero Eddie apesta. Nadie sabe realmente en qué invierte sus días. Los vecinos sólo sabemos que Eddie hurga en los contenedores de basura del patio interior en busca de botellas de plástico y vidrio para retornarlas en el supermercado y sacarse así unos euros extra que complementen los 300 y pico euros mensuales de su Hartz IV. Ah, se me olvidaba: Eddi es un Hartz IV, un parado de larga duración. Uno de esos que muchos consideran irrecuperables para la vida laboral porque, simplemente, llevan demasiado tiempo fuera del mercado de trabajo. Uno de los alrededor de seis millones de ciudadanos alemanes que los liberales consideran un cáncer para lo que queda del Estado del bienestar y para el sistema de economía de libre mercado. Son tantos que la Agencia Federal de Empleo se resiste a incluirlos en las cifras de desempleados: de hacerlo, el porcentaje oficial de paro en Alemania no estaría en el todavía aceptable 8 por ciento.

En invierno es soportable, pero con el seco calor del verano berlinés, las meadas de Eddie ante la misma puerta de entrada del edificio obligan a los vecinos a entrar en él aguantando la respiración. Creo que Eddie se mea en la misma puerta en forma de venganza: de venganza contra una sociedad que no le deja entrar más en lo que es considerado como la normalidad por el consenso social: un trabajo, un sueldo fijo y digno, un coche, unas vacaciones de tanto en tanto, quizá hijos y sí, también una pareja que destierre para siempre esa amarga soledad que tiene acorralado a Eddi. Por eso Eddie se mea ahí, en la esquina de la puerta, en una reacción de rabiosa desesperación.

Hace 20 años Eddie era feliz. Ya entonces vivía en este edificio en el que yo vivo ahora, en el que había una vida comunitaria activa, con conciertos y actividades en el patio interior del mismo. Eran los salvajes ochenta berlineses, días en los que parecía que el mundo sólo podía ir a mejor. Después Eddie paso a tener una de esas tantas vidas normales y aburridas: trabajó como cámara en varios canales de televisión alemanes. Un día me lo contó en mi casa. Eddie vino a mi puerta como buscando huir de su solitario acorralamiento. Pero en un momento dado, me siguió contando Eddie con ojos tristes mientras se liaba un cigarro ya en mi habitación, las cosas se comenzaron a torcer. Primero llegó el paro, después vino el alcohol, la soledad nunca se quiso ir, y la familia, bien, la familia hace tiempo que desapareció en Alemania. Su papel lo juega el Estado. Ese Estado que ahora parece querer recortar tanto subsidio social. Un sistema que representa una especie de "tardía decadencia romana", en palabras de Guido Westerwelle, ministro de Exteriores y líder de los liberales alemanes, ahora tan gubernamentales y seguros sí mismos y de tener la verdad y la solución a todos los problemas que acucian a la economía germana.

Esas declaraciones de Westerwelle venían precedidas de una reciente sentencia del Tribunal Constitucional: según el tribunal, las ayudas que reciben los alrededor de 6,5 millones de personas que viven exclusivamente del subsidio conocido como Hartz IV (adultos desempleados y los menores a su cargo) son insuficientes para asegurar una vida digna. Vaya novedad. Los liberales, no obstante, dicen que no puede ser que una persona que trabaja gane menos que una que no trabaje. No dicen nada, sin embargo, de los sueldos de miseria que se cobran en no pocos sectores (en algunos, 3 euros la hora) o de la inexistencia en Alemania de un sueldo mínimo. Tampoco de las multimillonarias ayudas que recibieron los bancos tras el estallido de la crisis financiera, provocada en parte por esos mismos bancos. Eso no les parece "tardía decadencia romana" a los liberales alemanes. Aunque sean ayudas que representen a la perfección la aparentemente irreversible decadencia de nuestro sistema económico.

Eddie es ajeno a todo el revuelo político levantado por la sentencia del Constitucional. Mi vecino Eddie sigue hurgando a diario en los contenedores de basura, dejando el rastro de su insoportable hedor corporal y tomándose su particular revancha personal en forma de orín ante la puerta del edificio y la inmutable vecindad. Eddie parece haber aceptado definitivamente que nunca más volverá a encontrar la llave para abrir la puerta de la habitación de la normalidad social. Eddie sabe que hasta el final de sus días su principal actividad será intentar esquivar a la insoportable soledad que le tiene acorralado. Y echarse una meada de tanto en tanto para disfrutar al ver desde la ventana de su mugriento apartamento como sus vecinos tienen que aguantar la respiración para entrar en el edificio mientras políticos como Westerwelle siguen rebuznando desde su tribunas la solución a sus problemas.